El busto de lord Byron |
Antonio Blanco Frejeiro, El busto de alboraya, retrato de lord Byron, Boletín del Museo Arqueológico Nacional, IV, 1986, 205-207.
Los
avatares de la Segunda Guerra Mundial hicieron afluir sobre España no sólo a
personas de aquí y de allá, sino a antigüedades y obras de arte que o bien
habían salido antes de ella –caso de la Inmaculada de Soult, la Dama de Elche,
el tesoro de Guarrazar y demás piezas intercambiadas con el gobierno francés en
194– o bien que encontrándose en el extranjero –como las esculturas del Legado
Zayas, hoy en el Museo del Prado– entraban entonces por vez primera en nuestra
patria. Una de estas últimas había de hacer su entrada con falso pasaporte de
española, el que pronto sería conocido como el “busto de Alboraya” (Valencia).
Tras su adquisición e ingreso en el Museo Arqueológico Nacional, el
entonces conservador del centro don Augusto Fernández de Avilés daba oportuna
noticia del suceso, y en ella leemos: “Ingresó el 1 de septiembre de 1942,
adquirido a don A. Sánchez Villalba, de Madrid, quien entregó en esta ocasión
un escrito expresando que “el busto fue encontrado en una zanja que hicieron al
entrar en el camino de Alboraya; la cabeza apareció unos cuantos metros
distanciada del busto”.
El vendedor no era otro que don Apolinar Sánchez Villalba, acreditado
anticuario de la Villa y Corte, y hombre de acrisolada honradez. Gracias a él,
más de una obra de arte, como las piezas de orfebrería del tesoro de Santiago
de la Espada, quedaron en los museos y colecciones españolas en vez de salir
clandestinamente con destino al extranjero, razón por la cual don Apolinar
gozaba de la estima de don Manuel Gómez Moreno, don Juan Cabré y otros eruditos
del primer tercio del siglo. Podemos, pues, dar por descontado que el señor Sánchez
Villalba intervino en la transacción de buena fe y con su habitual intención de
prestar un servicio al país al tiempo de hacer su negocio.
Tal vez más por una elemental cautela que por desconfianza de la
autenticidad del busto, Fernández de Avilés, trató de verificar la noticia. El
nombre árabe de Alboraya y la falta de noticias de antigüedades romanas en
aquel paraje despertaban sospechas. “Las consultas hechas acerca del
descubrimiento del busto, que, por su importancia, parece debiera haber dejado
siquiera algún rastro en la prensa, han sido también infructuosas”, dirá
nuestro informante, Suponemos, fiándonos de un vago recuerdo, que el encargado
de verificar los datos de procedencia sería don Domingo Fletcher Valls e
imaginamos su perplejidad al recabar noticias de aquí y de allá entre las
gentes de la comarca y volver de sus pesquisas con las manos vacías.
Y es que realmente el “busto romano del camino de Alboraya” ni era de
Alboraya ni era romano. Pero de momento, y aún bastantes años más tarde, nadie
cayó en la cuenta de ello. El busto ocupó un destacado lugar entre las
antigüedades de época romana del Museo, y García y Bellido lo incluyó con todos
los honores en su obra magna sobre la escultura romana en la Península Ibérica.
Realmente el aspecto del busto era magnífico, y hasta su parecido con un
personaje que figura en los relieves de la Columna Trajana, permitía
considerarlo posible efigie del tarraconense Lucio Licinio Sura.
La excelencia escultórica del busto no es de extrañar si se tiene en
cuenta que detrás de él se encuentra nada menos que la musa y la mano del gran
Thorvaldsen, el “nuevo Fidias” como le llamara Brunn, el escultor danés que en
unión de su maestro Canova retrataron a Napoleón, a su familia y a los
elegantes de la época como si se tratase de Augusto y de la suya. Amén de ello,
hicieron restauraciones de estatuas antiguas como las de los frontones de Egina
por Thorvaldsen, e imitaciones de lo antiguo tan ajustadas al canon original
que algunas han pasado y aún pasan por antiguas, v. gr. el Augusto niño del
Vaticano, obra de Cánova.
En el caso del “Busto de Alboraya” su autor no pretendió seguramente
hacer un retrato romano con visos de auténtico, teniendo a mano como tendría
multitud de modelos con los que trabajar, sino una copia fiel del retrato de
Byron. De haber tenido intención de engañar, no hubiese copiado tan servilmente
las facciones, el peinado y hasta la toga que estuvieron a punto de delatarlo
(Avilés se percata, por ejemplo, de la “nada frecuente disposición de la toga”).
El hecho de que utilizase mármol de Carrara demuestra su intención de hacer una
obra de mérito, y de hecho lo tiene, pues su espíritu es mucho más romano que
el del original de Thorvaldsen.
¿Quién convirtió la copia en un falso retrato romano, cortándole el
cuello y causándole las oportunas roturas, manchas y patinado? ¿El autor del
busto u otro escultor? ¿Dónde estaba el busto al estallar la guerra, en
Francia, en Suiza, en Italia?
Francia es la mejor candidata
y la mejor vía de entrada, si se quería hacer algo con el sigilo que permitiese
después pasarlo por un hallazgo arqueológico de suelo español. Avilés se
percató, por el mármol, de que la pieza era importada, pero la consideraba tan
buena, que no dudó en que era “importada en la Antigüedad”.
Creo que nunca despejaremos estas
incógnitas. El falsario se salió con la suya. De haber vivido don Apolinar
Sánchez y haberse sabido que lo habían engañado, tal vez pudiera dar alguna
pista, por lo menos la del intermediario que puso el busto en sus manos y el
certificado de que se había hallado en el camino de Alboraya.
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