Reseña del libro del mismo título, aparecida en Apuntes de Ciencia y Tecnología nº 11, junio 2004, pp. 52-54
En poco más de 400 páginas “el historiador vivo más conocido del mundo” pasa revista a los hechos históricos y corrientes historiográficas de la historia del siglo XX. Es difícil combinar en el oficio de historiador esas dotes de investigador de primera línea al tiempo que la capacidad de divulgar, con ese lenguaje sencillo que cuando uno lo lee piensa, absurdamente, aquello de “por qué no lo habré pensado yo antes”; aptitud pedagógica que sentencia el historiador con la siguiente frase de la página 261: “Los historiadores no deberían escribir exclusivamente para sus colegas”. La lectura se hace, pues, engañosamente simple y resulta difícil entender que tras ese lenguaje embriagador late una reflexión profunda sobre los ochenta y cinco años que transcurren entre el histórico año de 1917, fecha de nacimiento de Hobsbawn, y 2002, año de la edición original inglesa.
La historia es la más exacta de las ciencias por su inexactitud manifiesta y por la asunción de esta afirmación por quienes nos dedicamos a ese trabajo. Precisamente, E. J. Hobsbawn advierte al lector de que no se trata de una historia del siglo XX (ya realizada) ni unas memorias personales, sino de una mirada al pasado de alguien que ha hecho de esa mirada su oficio; se trata de repasar el siglo con la reflexión subjetiva de alguien que lo ha vivido plenamente desde un compromiso ético y un posicionamiento político concretos, el partido comunista. De paso, su reflexión es también una reflexión sobre la construcción de su obra y acepta sin ambages lo que acontece a la mayoría de los investigadores que realizaron una elección de los objetos de estudio “de forma intuitiva y accidental, pero que acaban siendo unidos en un todo coherente”. La perspectiva histórica consiste en que el pasado es otro país pero que ha dejado una huella indeleble en los que una vez vivieron en él, por lo que el historiador que escribe una autobiografía no sólo debe volver al pasado sino que debe confeccionar su propio mapa que le ayude a reconstruir paisajes, escenarios y vivencias que arrojan luz, no sólo sobre la propia vida sino sobre el mundo en general.
A partir de ese temprano momento del libro el historiador de oficio se siente relajado a pesar de la talla del autor por lo poco que le va a exigir su lectura, dejándose seducir por el discurso de Hobsbawn, frío por momentos ante hechos históricos vividos por un “judío no judío”, como el ascenso al poder de Hitler, y tan entrañable al ser confeso de haber vivido el siglo XX sin haberse puesto jamás unos pantalones vaqueros. Tratándose de un libro de memorias de un historiador “en el siglo XX”, la atención del lector se dirigirá fácilmente hacia aquellos capítulos de su propia historia vivida, de lectura más ágil por conocida en primera persona. Mientras que se desvelan raíces fundamentales para la comprensión de la actualidad en los acontecimientos más alejados por edad, precisamente ocurridos en momentos previos a nuestra propia existencia, o por edad. Es el caso, por ejemplo, del descubrimiento, para quien suscribe, de que el sionismo de los años 20 iba de la mano de ideas moderadas o socialistas, con la excepción de los discípulos de Vladimir Jabotinsky “que se inspiraron en Mussolini y actualmente gobiernan Israel bajo el nombre del partido Likud”.
Es probable que algunas de las afirmaciones autocríticas consigo mismo y con la opción política elegida, no sólo de vivencias y decisiones personales sino también de carácter historiográfico, ayuden también a bajar la guardia y admirar aun más al viejo historiador. Irónico, por momentos, cuando relata su paso por el rito de iniciación para todo intelectual típico del siglo XX que se preciara, en su intento “fugaz de leer y entender El capital de Karl Marx, empezando por la primera página”. Duro y clarividente, con la calificación de “rayana en la demencia política” de la tesis marcada por la Internacional Comunista a finales de los años 20 y principios de los 30, que sería seguida por los partidos comunistas (incluido partido, el KPD, y el propio historiador en su adolescencia) de que el principal obstáculo a la radicalización de los trabajadores bajo el liderazgo de los comunistas era la socialdemocracia y que, por tanto, ésta era un peligro mayor que el de la ascensión de Adolfo Hitler en la decadente República de Weimar. Cabría añadir la afirmación de otro historiador español, Santos Juliá, cuando afirma que unos, comunistas, y otros, socialistas, se dieron cuenta del error cuando se encontraron juntos en el interior de los campos de exterminio nazis. Algunos “acusarán” y reprocharán la evolución política del autor de “socialdemócrata”, es posible…; otros de “viejo”, cuando, páginas más tarde, enlaza la idea anterior con la de que los partidos emergentes en la Alemania pre-nazi, el comunista y el nazi eran partidos de jóvenes que pretendían un cambio definitivo, rechazando a todos aquellos que entendían la política como “el arte de lo posible” y englobando en un mismo lote a nazis y socialistas. Sin embargo, reconforta apreciar en tales afirmaciones la visión retrospectiva del historiador comprometido, bien lejos de una simple evolución interesada a estas alturas, unida a las profundas críticas al “neolaborista” Blair en numerosas ocasiones a lo largo de la obra.
El historiador de los movimientos sociales se detiene especialmente en el romanticismo del movimiento de 1968 y he de reconocer que es uno de esos momentos que uno “se” lee a sí mismo o, mejor, quisiera haberse leído a sí mismo. En los últimos años, mi convivencia con algunos de los “últimos hippies” como compañeros de departamento o mis debates historiográficos o políticos con algunos de los manifestantes activos de aquellas fechas me han llevado a la conclusión de que aquella gente no formaba parte de eso que se llama “izquierda”, aunque, claro, lo decía con la boca muy pequeña. Hoy, gracias a la lectura de Hobsbawn, puedo decirlo con argumentos. Porque Mayo del 68 y la izquierda “empleaban el mismo vocabulario aunque no hablaban el mismo idioma”. Para el 68 lo principal no era acabar con el capitalismo, ni tan siquiera con algunos regímenes opresivos o corruptos, sino “la destrucción de los modelos tradicionales de las relaciones existentes entre las personas y el comportamiento del individuo en el seno de la sociedad establecida”. Para alguien como Hobsbawn que ha dedicado su vida profesional a definir procesos revolucionarios, el contexto de 1968 no era revolucionario en ningún sentido objetivo. El autor, por aquel entonces “un rojo de mediana edad”, no compartía el optimismo generalizado aunque se viera rodeado por las luchas globales de los años 60, pero reconoce que en aquel momento nadie se percató de que los neoterroristas armados que surgieron en aquel momento fueron influenciados por la contracultura y gozaron de la simpatía incondicional de toda la izquierda: “El viejo instinto que nos impulsaba a ponernos al lado de cualquier tipo de insurrección o guerrilla que hablara el lenguaje de la izquierda, por estúpido o absurdo que fuera, no se dio por vencido.” En el lote caen todos los movimientos armados del momento, salvo el IRA Provisional, escindido del viejo IRA (Oficial) porque se había vuelto de izquierdas, en una “época en que incluso los ultras de los nacionalismos etnolingüísticas, como la primera ETA vasca, se presentaban ante el mundo bajo la vestimenta de la revolución internacional.”
Concluye el capítulo con una comparación histórica al recordar que lo que realmente transformó el mundo occidental fue la revolución cultural de los sesenta, cuando en un año mucho menos significativo en lo político, 1965, la moda francesa produjo más pantalones de mujer que faldas o, fue el año en que se extendió la proliferación de los vaqueros entre los estudiantes; de igual manera que la adopción de la gorra de visera por parte de los obreros de la industria británica entre 1880 y 1905, como signo de identificación de la clase obrera.
En lo historiográfico destaca el capítulo 17, Entre los historiadores, que comienza con una afirmación que recuerda la función social de los historiadores y de la historia: “Lo que dicen los textos escolares y los discursos de los políticos acerca del pasado, el material que utilizan los autores de ficción, fabricantes de programas y videos televisivos, todo procede en último término de los historiadores (…) Comprender la historia es importante tanto para los ciudadanos de a pie como para los expertos.” De hecho, en su visita a Madrid para presentar este libro hizo las siguientes declaraciones: "Estamos viviendo una época en que la historia tiene un papel en el discurso político, mucho más importante que antes. Pensemos, por ejemplo, en los preparativos de la Guerra de Irak, de tantos discursos sobre el paralelismo con la situación de los años 1930. Eran una absoluta locura, una tontería total, pero fueron utilizados repetidamente por los políticos que querían justificar la agresión contra Irak”.
En el repaso a la historiografía del siglo XX ubica dos corrientes como principales exponentes de la rebelión también en lo historiográfico: de un lado el materialismo histórico, el marxismo, y, de otro, la escuela francesa de Annales, que fomentaba un “pensamiento original” del pasado. Ambas, a pesar del ambiente de la Guerra Fría y de las diferencias ideológicas patentes, tomaban un mismo camino y luchaban contra los mismos adversarios: 1) El positivismo imperante o la funesta creencia imperante aun hoy en día entre muchos historiadores (con notable incidencia entre los arqueólogos) de que, si se toman los “hechos” correctamente, las conclusiones saldrán por sí solas. 2) La querencia por la historia de las clases dirigentes y las élites. Y 3) la historia “evenémentielle”, la historia del acontecimiento, la historia de la batalla y el momento histórico. Todo ello se puso de manifiesto en el Primer Congreso Internacional de las Ciencias históricas (París, 1950), al que vemos asistir a un único español, J. Vicens Vives, que crearía escuela en la nueva hornada de historiadores que hoy están jubilados o próximos a la jubilación, y que fundaría la editorial de libros de texto de mayor profusión en los institutos de secundaria en lo que a la materia de historia se refiere.
En ese contexto narra las andaduras de la revista Past & Present surgida en 1952 de los debates de la Agrupación de Historiadores del Partido Comunista, donde todos los “renovadores” de la historiografía encontraron cobijo; perdiendo, junto a Annales, influencia a partir de 1968 bajo el paso inexorable de la rebelión, también historiográfica, de la “nueva izquierda histórica” ejemplificada en el movimiento británico de la History Workshop o Taller de Historia donde, precisamente, surgió la idea, tan actual, de la historia de género con la propuesta del primer Congreso por la Liberación de la Mujer en Gran Bretaña. Para Hobsbawn aquél movimiento agrupaba a gente que entendía la historia no como una forma de interpretar el mundo, sino un medio de autodescubrimiento colectivo o, a lo sumo, de obtener un reconocimiento colectivo. Lo que le conduce a postular un momento peligroso en la actualidad en que la historia está siendo inventada, hoy más que nunca, por personas que no desean alcanzar el verdadero pasado, sino reinventar aquél que mejor se acomoda a sus objetivos. Por ello “La defensa de la historia por sus profesionales es, en la actualidad, más urgente en la política que nunca. Nos necesitan”. Para, finalmente, y a pesar de la crítica explícita del marxismo político en los países del “socialismo real”, o quizá, por ello mismo, seguir reivindicando el materialismo histórico como marco explicativo historiográfico y la necesaria llamada de atención a los jóvenes historiadores hacia la interpretación materialista de la historia, a pesar de que las actuales modas académicas de izquierdas la descalifiquen de propaganda totalitaria como lo hicieron durante la Guerra Fría.
Ineludibles, pues, estas memorias para el especialista, el profesional o el simple curioso de un testigo de excepción que ha conocido a personajes como el Che, Italo Calvino, o Pierre Bourdieu, y que no se resigna a que el mundo mejore por sí solo.
Pues... desempolvamos un viejo texto que aunque no esté relacionado directamente con la arqueología nos enseña mucho del oficio de historiador y, por qué no, del de arqueólogo.
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