jueves, 31 de agosto de 2017

DE REIMS A BENICARLÓ: AZAÑA Y EL PATRIMONIO CULTURAL

Gárgola escupiendo plomo del Museo de Tau
© Alain Foucaut
Ricardo González Villaescusa
Levante-EMV, 31 de agosto de 2017

En el diálogo sin pausas ni ritmos escénicos de La velada de Benicarló (1937), escrito por Manuel Azaña, al final del texto hace una larga digresión sobre el patrimonio cultural que me era completamente desconocida. Un texto redactado por el presidente de la República en 1937, de recomendable lectura en su 80º aniversario por la lucidez y la clarividencia de sus análisis a dos años del final de la contienda.

El personaje de Morales, el escritor, que pone voz al Azaña intelectual, cuenta al resto la sensación de desamparo y perdición que albergó cuando en Valencia, capital de la República, corrió la voz de que los aviones de las fuerzas rebeldes habían bombardeado el Museo del Prado de Madrid. El personaje afirma que, de dirigir la guerra habría que alcanzar un acuerdo de “inmunidad de lo bello y lo histórico” que sentencia con la frase “Matémonos si queréis, pero salvemos de acuerdo nuestras obras de civilizados”.

Delegación española en Reims
© De la edición de La velada en Benicarló
Muy lejos de ser siquiera conocedor de la obra del presidente, creo vislumbrar en esta reacción una consecuencia directa del viaje que realizara el ya maduro Azaña en el otoño de 1916, al frente francés de la I Guerra Mundial, formando parte de una delegación de intelectuales solidarios con Francia, entre los que se encontraban los historiadores Menéndez Pidal y Américo Castro. Las reflexiones motivadas por aquel viaje fueron pronunciadas en una conferencia el 25 de enero de 1917 en el Ateneo de Madrid: Reims y Verdún: impresiones de un viaje a Francia, Madrid, 1917. En la capital del champagne, Azaña pudo comprobar de primera mano los efectos del acto vandálico realizado por las fuerzas alemanas sobre Notre-Dame de Reims, la belle, la guapa para los nativos. Con el pretexto de que las torres campanario eran utilizadas como puestos de observación de los movimientos de las tropas germanas, el ejército alemán bombardeó en 1914 hasta incendiar y destruir casi por completo la catedral de las coronaciones reales y alto contenido identitario francés. Las gárgolas vomitando plomo fundido de las vidrieras de la catedral del siglo XIII todavía pueden contemplarse en el museo diocesano del palacio de Tau, para conmoción de sus visitantes.

Es probable que el presidente conociera las vigentes normas de la convención de la Haya de 1907 en términos de protección de los edificios de culto y de valor patrimonial, pero lo que más nos interesa son las argumentaciones con las que el presidente defendía esa cláusula de respeto por “la belleza y lo histórico” que tienen especial valor en el momento actual, cuando nos preocupamos por la destrucción del patrimonio universal por el Estado Islámico.

Conjunto de gárgolas de la catedral de Reims
© Wikimedia Commons
Haciendo alusión a que ciertas destrucciones de patrimonio ya eran un hecho en 1937 en ciudades como Mérida, Toledo o Madrid, el escritor Morales defiende que el destino de esos bienes culturales donde permanece el “patrimonio espiritual” no parece preocupar a los contendientes de la guerra. A tal afirmación, Pastrana, trasunto de “prohombre socialista”, afirma que “será desgarrador perder los monumentos de nuestra civilización, no por históricos sino por actuales, operantes en nuestro espíritu”. Distingue así, en línea con las teorías más recientes un patrimonio productivo, en el sentido capitalista del término, como el valor de las cosas que se transmiten en una mercantil y al que no acceden todas las capas sociales por igual y los “monumentos españoles, parte improductiva del patrimonio nacional”, como un patrimonio que sí es de todos, siquiera nominalmente, pero que lo es precisamente, por infructuoso.

A estas alturas, no es de extrañar que Azaña conocía bien el origen del concepto patrimonio como el conjunto de bienes que se transmiten y conservan de generación en generación para definir una nación. Pero parece más interesante resaltar que en esa definición no había ningún rasgo de esencialismo. La idea patrimonial del jefe del Estado no tenía nada que ver con la inmanencia del espíritu español, sino de aquellas contribuciones hispanas a los valores universales. Al igual que la concepción de la patria, Azaña tenía una idea republicana del patrimonio cultural en la que rechazaba toda añoranza histórica. Su visión es moderna y rupturista, un nuevo proyecto social que toma impulso en una “cultura tradicional en permanente renovación” (S. Juliá, “Las patrias de Manuel Azaña”, en Historia de la nación y del nacionalismo español, 2013)

Ese proyecto social era personificado por Ricardo de Orueta, hombre de la Institución Libre de Enseñanza y Director de Bellas Artes entre 1931 y 1936, con Azaña de primer ministro y presidente de la República más tarde. El enfoque patrimonial de este historiador del arte se plasmaría en la “Ley del Tesoro Artístico Nacional”, de la que fue relator, y vigente hasta la Ley de Patrimonio Histórico de 1985. Esta ley desarrollaba el artículo 45 de la Constitución de 1931 y estipulaba las reglas de formación de un inventario del patrimonio histórico-artístico nacional. La frase de Azaña “matémonos si queréis, pero salvemos de acuerdo nuestras obras de civilizados” es una declaración de principios sobre la impotencia ante la guerra y la necesidad de preservar aquello que nos une (entre generaciones, entre clases, entre culturas y religiones…) como contribución a los valores universales, 35 años antes de la creación de la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO. Esos mismos valores universales de modernidad que son cuestionados por el Estado Islámico cuando destruye el patrimonio preislámico para obtener ingresos con su venta y con la intención de amplificar el impacto propagandístico de sus actos.

Las lecciones son sencillas de extraer. La primera es que no estamos tan lejos del vandalismo yihadista como creemos, tan solo nos separa algo más de un par de generaciones. La segunda es que los valores universales no lo son tanto. La identificación de la nación con una religión, que distanciaba a Azaña del catolicismo exclusivista de Menéndez y Pelayo, es precisamente la coartada que usaron los talibanes para destruir las estatuas de los budas de Bamiyán en 2001. En tercer y último lugar, como son relativos, los valores que definen una sociedad, como la nuestra, necesitan de una discusión (“salvemos de acuerdo…”). Para dar nacimiento a una ley que proteja y conserve debemos consensuar, discusión mediante, qué merece ser conservado y protegido de la destrucción y del olvido; en definitiva, se trata de determinar qué valores propios creemos que contribuyen a los valores universales.

De lo contrario, tendremos que resignarnos como dice en un momento el escritor Morales de La velada de Benicarló, en clara alusión a la Casa de Velázquez, creada en 1920, a que “vengan a buscar vestigios entre montones de arena y ceniza los sabios de algún instituto extranjero”.

jueves, 3 de agosto de 2017

ASALTAR LOS CIELOS SIN PASAR POR LA TIERRA

Ricardo González Villaescusa
Levante-EMV 3 de agosto de 2017
 
Si el patrimonio es el uso contemporáneo que un colectivo social hace de su pasado, este uso traduce buena parte de la representación colectiva presente de una sociedad y de sus perspectivas de futuro. Pasados dos años de las elecciones que cambiaron el escenario del poder territorial en algunas de las principales ciudades españolas y comunidades autónomas, es posible reflexionar sobre qué futuro reservan los partidos emergentes a un pasado enfrentado a la idea de modernidad.

Ciudades tan emblemáticas como Madrid, Barcelona, Valencia, Alcalá de Henares o Cartagena y comunidades autónomas como la catalana o la valenciana han visto transformarse la situación política. La tendencia ha sido la formación de gobiernos socialistas que han contado con el apoyo de las fuerzas políticas emergentes o, en ocasiones, como en Barcelona, son los socialistas que apoyan a En Comú Podem. Los programas de gobierno de estos grupos son explícitos en cuanto a los grandes objetivos generales que pueden consultarse en sus sitios de internet. Los comunes muestran en su programa la intención de “blindar los servicios públicos”; la CUP tiene como objetivo manifiesto “substituir el modelo socioeconómico capitalista por otro nuevo”; en Valencia, Compromis, pretende “superar las carencias del modelo económico vigente”. Sin embargo, en el tema patrimonial estamos más cerca de valores posmateriales del liberalismo de izquierda como intentaré demostrar. Aunque proporcionar “munición argumentativa de utilidad para los sectores más reaccionarios” (Manuel Cruz, Travesía de la nada. Reflexiones sobre el argumentario independentista, 2016) no figure entre mis intenciones, hay sobradas razones para creer que las coaliciones citadas olvidan cuestiones medulares del patrimonio cultural, si bien, no es en mayor medida que en las fuerzas políticas tradicionales.

Tras consultar con diferentes amigos, colegas y empresarios de las más importantes plazas citadas me han transmitido un mensaje poco esperanzador. La situación económica es crítica (la deuda de la Comunidad Valenciana alcanza el equivalente de tres anualidades presupuestarias), pero es amargo constatar que la crisis económica culmina una crisis de valores que, por definición, hace mella en el patrimonio cultural, mediatizado por ideales y necesidades no materiales. La política cultural se centra en el teatro, el cine o las exposiciones y el patrimonio cultural se encuentra supeditado al medioambiente y, a lo sumo, al interés patrimonial del karma del “turismo cultural”: una disciplina histórica al servicio del crecimiento económico. Errores de bulto como la demolición del convento de las Damas Apostólicas de Madrid, están originados más por una devaluación de los requisitos de protección legal del patrimonio que indujo la reforma de la ley de la Comunidad de Madrid en 2013, que por el alegado “error burocrático”, siendo paradójico que sea una movilización ciudadana la que paralice el avance del derribo. Hay una tendencia a que las actividades culturales tengan un lógico cariz identitario, mayor en Cataluña, y un uso memorial del pasado. Las justificadas intervenciones arqueológicas en las fosas de represaliados por el franquismo, el oportuno acto de reivindicación de la figura de Negrín o la próxima celebración del 80 aniversario del “II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura”, son buenas muestras de una concepción de la Historia a remolque de un memorialismo, que asume “los sueños que en el pasado tuvieron los nuestros como nuestro propio insuperable horizonte de expectativas” (M. Cruz, Adios, historia, adiós, 2012).

La síntesis de algunas de esas políticas se concita en una comunidad como la Valenciana donde se hace la mayor apuesta posible, un cambio legislativo de la misma Ley de Patrimonio que se encuentra en trámite, mientras que el esperado Reglamento Regulador de las Actividades Arqueológicas permanece olvidado. Sólo podemos felicitar que el borrador público que se pretendió poner en marcha al principio de la legislatura instaure una acreditación de los servicios arqueológicos municipales para poder intervenir en la arqueología local. Pero es del todo inadmisible que las empresas de arqueología queden redimidas de dicha acreditación y que la figura del promotor sea el interlocutor ante la administración, en lugar del titulado superior en materia de arqueología y/o patrimonio, único responsable de los resultados científicos de la misma. Una prueba más de que “el capitalismo se ha quedado solo” en afortunada expresión de Manuel Cruz.

En un contexto de crisis puede entenderse la mísera cifra destinada al patrimonio en las cuentas públicas de los últimos presupuestos de la Comunidad Valenciana. Cantidad apenas remediada por un improvisado “Plan de Inversiones en el Patrimonio Cultural” de cuatro millones de euros para dos ejercicios, a todas luces desequilibrado territorial y temáticamente, además de una clara finalidad aplicada al turismo cultural. Inconscientemente, espero, el “Plan” anunciado confirma la “crisis silenciosa” que pone la educación y la cultura al servicio de la competitividad global y de la capacidad de generar renta (M. Nussbaum, Sin fines de lucro, 2010). No puede compartirse la ausencia total de ideas que denotan las principales actuaciones tendentes a la recuperación de la Dama de Elche, propias de un decimonónico afán identitario. Un ejemplo más de una huida hacia atrás inspirada por una geopolítica utópica que pretende restituir el tiempo en que algo pudo ser y no fue. Mientras que el ejecutivo valenciano implora la vuelta del busto ibérico a la ciudad de Elche, olvida completamente en el citado “Plan de inversiones” el rico patrimonio ibérico de la Comunidad.

Es cierto que hay pocos recursos económicos y no es menos cierto que el turismo cultural ofrece una utilidad social que puede contribuir al desarrollo económico de los territorios, pero la rentabilidad no puede ser el motor de las políticas patrimoniales. Lamentablemente, la práctica política cotidiana de los dos últimos años del social-liberalismo y de las fuerzas anticapitalistas dan diariamente la razón a Francis Fukuyama. En un peligroso atajo discursivo asumen que sin dinero no hay política posible y la diferencia entre las formaciones conservadoras y progresistas se sustancia en el peso y color de las dotaciones presupuestarias destinadas a las políticas evidentes: la iglesia que se cae o el trámite de una excavación preventiva.

Así, acaban convertidos en notarios de una realidad presente en la que no pueden influir, para mirar atrás, hacia un pasado reciente no deseado que pospone indefinidamente el imperativo político de transformar la sociedad aquí y ahora.