domingo, 28 de noviembre de 2010

ELOGIO DE LA BLASFEMIA

Josep Vicent Lerma
Levante-EMV, 28 de noviembre de 2010

Las anteriores entregas «Sepulcros de Cristal» (Levante-EMV, 16-06-2009) y «Reis, tombes i savis» (Levante-EMV, 28-09-2010), en las que se reflexionaba respectivamente sobre la exhibición patrimonial de restos humanos en museos y la pertinencia o no de las exhumaciones en curso de reyes y otros personajes históricos célebres, han conducido casi indefectiblemente a centrar la presente meditación intelectiva en torno al rol reservado en la sociedad contemporánea a la blasfemia ordinaria.

En este orden de cosas y desde la propia etimología griega de la palabra cual injuria de la reputación celestial, la blasfemia, entendida como ofensa a un dios o irreverencia hacia lo venerado por una religión cualquiera, aunque está lógicamente prohibida por ley en algunos países gobernados por teocracias, en democracias aconfesionales como la nuestra o la de la laica por excelencia república francesa, parece ser objeto de un encaje social y legal más paradójico o anacrónico.

Así, sin olvidar los exabruptos escatológicos tan castizos en los ámbitos lingüísticos propios de los antiguos dominios del latín, de los que es un buen ejemplo la airada reacción del párroco de Almussafes ante la puesta en escena de una obra teatral del grupo La Fera Ferotge: «Lo más grave de la representación es que se cagaron en Dios, en la Cruz, con San Pedro y el carpintero que la hizo» (sic) (Levante-EMV, 15-07-1999).

Más barruntos en cuanto a la calibración con arreglo al dogma del sucedido, blasfemia sacrílega o mero alivio abdominal apremiado por la falta de aseos para operarios, todavía pueden recordarse en torno a la inmunda peripecia de la rumoreada aparición cerca del altar catedralicio de una sospechosa defecación, al albur de las prisas de última hora para inaugurar la exposición La Llum de les Imatges en febrero de 1999 (Levante-EMV, 23-02-1999). Episodio digno de la ménsula grotesca de una de las ventanas góticas del Consulado del Mar que representa la fábula de Esopo en la cual un sabio en cuclillas vacía el vientre o la gárgola «fake» de la reconstruida en estilo torre de la Lonja (1902) en forma de niño evacuando, sostenido por una figura de mujer.

Mención aparte merece el nada edificante reciente intercambio de sopapos entre un sacerdote de Ròtova y uno de los festeros de la Divina Aurora, por arrojar inopidamente alguno de éstos al suelo una de las obleas consagradas, lo que según el canon 1367 supone literalmente la pena de excomunión «latae sententiae» automática. Si bien por fortuna, las profanaciones eucarísticas de hoy distan mucho en cuanto a la severidad de su sanción punitiva de las acontecidas en las tierras europeas de Brandenburgo en 1510, donde fueron ajusticiados en la hoguera 38 judíos, cubiertos con los infamantes capirotes o corozas, en el consiguiente auto de fe de Knoblauch en una Alemania todavía católica entonces.

Sorprende, en cambio, la subsistencia de restricciones expresas pintadas en los muros de algunos de los tradicionales trinquetes valencianos donde se desarrollan importantes apuestas pecuniarias, en ocasiones cosechas enteras, alrededor del juego de pelota: «Prohibit blasfemar».

Pero la realidad es que no fue hasta 1988 cuando la blasfemia quedó en teoría despenalizada mediante la Ley Orgánica 5/1988, por más que el artículo 525 del Código Penal español sigue reprobando como delito a quienes «hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican» y el cantautor Javier Krahe se encuentre en el banquillo a la espera de sentencia por la difusión televisiva del vídeo «Cómo cocinar un Cristo».

Embrollo socio-cultural en el que cabe alinearse para terminar con la invectiva de Francesc Eiximenis cuando predicaba satíricamente como «los blasfemos blasfeman por el culo de Dios» y las tesis liberadoras de Albert Hauf recogidas en el simposio L´Home que Riu de hace una década, en el sentido de que a lo largo de la Historia, la blasfemia ha venido desempeñando una relativa función transgresora o emancipadora, a modo de válvula de escape social, para burlarse del poder en los momentos de mayor represión clerical, en un paralelismo plausible con el propósito pragmático de las antiguas defixiones maledicentes romanas del estilo «Quintula cum Fortunali sit semel et numquam» , inscrita sobre una lámina de plomo o talismán «in planta pedis».

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