miércoles, 8 de octubre de 2014

ARQUEOLOGÍAPUBLICA VS SOCIALIZACIÓN DE LA CIENCIA

Ya reprodujimos en otra ocasión un artículo del catedrático de arqueología de la Universidad de Córdoba, Desiderio Vaquerizo, Arqueología somos todos. En esta ocasión da en el clavo cuando fija los límites de ese concepto populista que es la denominada «arqueología pública». Poco más se puede decir en tan poco texto, solo subrayar la fuerza de algunas líneas. En el dilema del título nos quedamos claramente con la segunda opción.


Desiderio VAQUERIZO GIL

Diario de Córdoba, 8 de octubre de 2014

Se trata de dar nueva vida al patrimonio fomentando la inclusividad y el diálogo continuo con el entorno... De otro modo..., los espacios patrimoniales acaban convirtiéndose en lugares abandonados, olvidados, sin memoria". Son palabras de A. Vizcaíno en una recensión al libro Herdeiros pola forza. Patrimonio cultural, poder e sociedade na Galicia do século XXI , de X. Ayán y M. Gago, dos de las figuras emergentes de eso que genéricamente se viene dando en llamar Arqueología Pública o Comunitaria, y que cuenta con uno de los focos españoles más activos en Galicia. En él se plantea una cuestión de base que alcanza especial dimensión en ciudades históricas como Córdoba: el patrimonio arqueológico es una herencia no necesariamente deseada, pero de la que somos todos responsables; que tenemos la obligación ineludible de investigar, conservar y difundir, potenciando de paso su carácter de oportunidad frente al de rémora o lastre, en el que se lleva insistiendo de forma maniquea desde hace décadas. Por eso, quienes nos dedicamos a tales tareas no podemos trabajar bajo ningún concepto al margen de la sociedad, receptora última del mismo, adoptar posturas paternalistas, regatearle información, o pensar que una disciplina como la Arqueología, hundida hasta el más hondo de los abismos por el acorazado de la crisis, pueda subsistir, ni ahora ni nunca, sin el apoyo de aquélla, sin proyectarse en el entorno, sin hacer partícipes y beneficiarios de sus resultados a quienes en último término la sostienen. Sin embargo, en esto, como en todo, existen límites, que no conviene traspasar. Una cosa es dar por sentado que arqueología y arqueólogos existiremos solo y exclusivamente si la sociedad nos entiende y nos acepta, y otra muy diferente pensar que cualquiera puede hacer arqueología, o sentirnos en la obligación, más ficticia que real, de echar a las espaldas cargas que no nos corresponden o que conculcan las normas básicas de la disciplina.

Está claro que la ciudadanía tiene mucho que decir en la gestión del patrimonio y el conocimiento arqueológico, pero tal "democratización" de la disciplina no está en absoluto reñida con la Academia, puesto que nunca debe existir difusión sin investigación. Al margen quedan las actitudes elitistas, soberbias o excluyentes, que empiezan también a ser denunciadas; por desgracia no siempre en los mejores términos. Del mismo modo, hay que extremar los cuidados con el amateurismo, no confundir divulgación con frivolización o participación activa y directa en determinados procesos, hacer de la educación un motor transformador que, al fin y a la postre, se nutre de datos accesibles sólo a especialistas. Así ocurre en otras ciencias --históricas o no--, y nadie lo cuestiona. Habrá, por tanto, que poner atención especial a los extremos, porque de no manejar adecuadamente el discurso se van a incrementar, reforzándolos, la cerrazón y el rechazo que por otra parte se critican, se agudizará sin remedio la fragmentación conceptual, incluso corporativa, que ahora mismo nos divide. Rechazo, pues, de manera tajante la incorporación de la sociedad, de los habitantes de la ciudad o del territorio en los que se insertan el o los yacimientos estudiados, al proceso de investigación puro y duro, por muy integral, integradora o definitoria de un determinado modelo regional que se la considere, o por mucho que los arqueólogos "tradicionales" o "al uso" seamos, supuestamente, especialistas "en confiscar materiales, fosilizar el pasado y convertir espacios vivos en ruinas arqueológicas", en palabras de nuevo de X. Ayán, M. González y R.M. Rodríguez; para ser justos, una verdad solo a medias. Se requiere formación especializada para hacer arqueología, para llegar a la interpretación histórica fin último de aquélla, y en ambos aspectos el rigor en los procesos es innegociable. Distintas son las propuestas experimentales, que no exigen trabajar con material arqueológico original, o poner en riesgo archivos del suelo de lectura única e irreversible.

La incertidumbre, hoy, es tal que resulta imposible predecir la dimensión que la Arqueología Pública alcanzará en España, aunque parece claro ya que nuestra ciencia ha de reinventarse, que su futuro pasa por conseguir el apoyo, lo más unánime posible, de la sociedad y de las instituciones, por utilizar adecuadamente la cantera de oportunidades que derivan de su interés público y su capacidad para generar retorno económico. Para ello es preciso trabajar, formarse y desarrollar nuevas fórmulas, sí, pero sin conculcar jamás su esencia ni su ética.

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