domingo, 5 de febrero de 2012

EL SUEÑO DEL BELGA / LE RÊVE DU CELTE

Ricardo González Villaescusa

Reproducimos la introducción que hemos realizado al libro de Thomas Jacquemin Étude critique des premières origines pretées aux tribus celto-belges, Bruxelles, Mémoires de la Société Belge d'études celtiques, 2011, presentado el 26 de noviembre pasado en la XXIVe Journée de la SBEC y disponible desde ayer con ocasión de las XXVèmes Journées belges d'études celtologiques et comparatives organizadas por la SBEC y el Institut des Hautes Études de Belgique.

Los estudios sobre historiografía de la Antigüedad y sobre la historia de la arqueología y de la historia antigua son frecuentes. Desde hace una década, historiadores y arqueólogos nos hemos interesado especialmente por la historia y la construcción del pensamiento histórico y arqueológico.

Hacemos una "arqueología del saber" como diría M. Foucault de la arqueología. Nos adentramos en las significaciones profundas de las palabras empleadas por los investigadores de antaño con la finalidad de entender las razones, confesables o no, de sus conclusiones. Pretendemos así entender los cuestionamientos y problemáticas que tenían en mente y que han guiado sus investigaciones. Descubrimos a menudo que la arqueología es la más nacional de las disciplinas científicas; que el momento del nacimiento de la disciplina como el de la cristalización de las diferentes naciones son los mismos, y que la arqueología se encuentra en el centro neurálgico de intereses geopolíticos de primer orden porque afecta a la “materialidad” de la identidad inscrita en el territorio. Es la fábrica de un derecho histórico en expresión de J. P. Payot.

En este contexto epistemológico la arqueología encontró rápidamente el desarrollo de las tesis que asociaban el espacio y el territorio y los artefactos con G. Kossina como principal valedor que asimilará el evolucionismo dominante a finales del siglo XIX a una fuerte inspiración racial. Estas tesis marcarán profundamente la práctica de esta disciplina por la "Sociedad para la Investigación y Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana", la Das Ahnenerbe nazi dirigida personalmente por Himmler.

Olvidando, ¿inocentemente?, que la materialidad inherente a la arqueología puede ser objeto de manipulación, como los textos, la investigación arqueológica de las “Antigüedades Nacionales” fue fuertemente promovida en el siglo XIX. Una ruina de un oppidum, un objeto, una etnia de la antigüedad materializada por objetos enraizados en el suelo se convertían en la prueba ineludible de la ocupación primitiva del territorio. Surge entonces el mito de la creación de la nación que justifica y legitima la anexión o la reclamación de un territorio o de una porción de éste o, simplemente, contribuye a crear una ancestral “identidad nacional”.

Estatua de Ambiorix en Tongres
En una época en que dominaba el esencialismo, el volkgeist, los pueblos atraviesan temporalmente su contingencia espacial: Francia o Bélgica seguirán siendo Francia o Bélgica desde sus orígenes a nuestros días, de Lascaux al Louvre, de Boduognat o Ambiorix a Leopoldo II… En el proceso de construcción de los campos disciplinarios que se produjo en los siglos XIX y XX, se dio la paradoja de que, a pesar de que el espacio será la dimensión “olvidada” en una visión de la Historia marcada por el tiempo cronológico, el tiempo del calendario, la auténtica razón de ser del relato histórico, el marco espacial que representan las fronteras establecidas o futuribles, constituirá la servidumbre inmutable sobre la que se construirá el relato histórico.

Probablemente, todo esto es más evidente en el caso de Bélgica. Una nación nueva cuyo nombre, el adjetivo de una antigua provincia del Imperio Romano, caído en desuso desde el final de la antigüedad, es rescatado directamente de los textos antiguos, y desde el primer momento de retorno a los clásicos, el Renacimiento.

Thomas Jacquemin presenta un fresco en el que numerosos historiadores combinan sesgos étnicos o lingüísticos presentes en los autores antiguos: celtas, galos, germanos o belgas; rasgos físicos atribuidos a “razas” de la antigüedad: rubios o morenos, altos o bajos, braquicéfalos o dolicocéfalos; atributos: valentía, orgullo; y delimitaciones culturales y/o lingüísticas más recientes desde el punto de vista histórico: franceses o belgas, belgas o alemanes, flamencos o valones… El resultado acaba siendo explosivo en la Europa de la víspera de la Gran Guerra y del periodo de entreguerras.

Los prejuicios ya existían. El origen no era otro que el primer gran fenómeno de mestizaje mundial, los desplazamientos humanos a mayor escala desde la presencia humana sobre la tierra que había que acotar invocando, desde las tesis racistas, una pureza prístina. La novedad que aportaban las tesis arqueológicas o antropológicas no era otra que, en un periodo dominado por el positivismo, dar carta de naturaleza científica a los prejuicios y a las ambiciones de dominio de unos sobre otros. La arqueología y la historia antigua como ciencias del otro que fuimos en el mismo espacio que ocupamos, y la antropología, como ciencia del otro, en el espacio que occidente quería ocupar, aportaron los fundamentos científicos y jugaron un papel primordial en la construcción de los paradigmas científicos. ¿Pero ese papel no era también el de aportar luz sobre un periodo antiguo, puro, de un campesinado no corrompido, de una relación más directa con la naturaleza, en un mundo que se dirigía hacia la industrialización, la urbanización masiva y el mestizaje característicos de la modernidad? ¿La arqueología (la ruina) no es también una ciencia romántica por excelencia? ¿No es el agricultor del Neolítico o de finales de la Edad del Hierro el más próximo a una “relación natural” con el espacio, con la producción; la esencia de una nación embrionaria donde la antigüedad no sería otra cosa  que el prólogo de la modernidad?

Jacques Boucher de Perthes
Pero el autor no solamente acusa la deformación racista o nacionalista. Resulta agradable leer cómo, en el mismo momento, en condiciones científicas o sociales completamente comparables, existe una lista de autores que escapan, resistían, a la corriente cultural que desencadenó el odio algunos años más tarde. Autores como Boucher de Perthes, Clemence Royer, mujer que señalaba almundo árabe como ejemplo de desarrollo inasimilable a la cultura occidental; Gabriel de Mortillet o A. Lefevre… Una lista que da credibilidad al autor y desacredita a aquellos que justifican ciertos personajes en función del contexto social dominante. A pesar de todo, es posible resistir.

El autor defiende que, tras 1945, las formas cambiaron pero el fondo persistió. Tras Auschwitz, declararse abiertamente racista y practicar una arqueología consecuente es imposible. Según E. Hobsbawm es entonces cuando el nacionalismo lingüístico se convertirá en la versión políticamente correcta del racismo, lo que es coherente con la evolución historiográfica de la historia antigua que presenta el autor del libro que nos ocupa. Coincide con las tesis de otro autor español Francisco Gracia que ha trabajado sobre la práctica de la arqueología española en el periodo comprendido entre finales de la Guerra civil (1939) y 1956. En esencia, la arqueología española de los años 30 se encontraba bajo la influencia de la escuela historicista alemana, y durante este periodo de 17 años se practicó una arqueología falangista subsidiaria de Das Ahnenerbe. Aunque la evolución final de la guerra mundial y el inicio de la guerra fría, unidas a la necesidad del reconocimiento de la España franquista por la ONU, acabaron con esta experiencia, continuando la arqueología española marcada por un contexto científico y humano semejante al anterior a 1936, con la única excepción de los autores exilados, como consecuencia de su fuerte implicación con el gobierno legítimo de la II República.

Para alcanzar sus conclusiones, T. Jacquemin efectúa una labor de deconstrucción de los ejes principales de las tesis nacionalistas: la credibilidad de los textos antiguos, la credibilidad de la antropología física cuando se trata de distinguir “razas” y el relevo tomado por la lingüística en relación con la etnogénesis de los pueblos antiguos. Me limitaré solamente a enunciar algunos extremos que me parecen destacables y que incitarán al lector del prefacio a leer el libro, el objetivo de mi texto. En primer lugar la realidad geográfica concernida por el nombre de Gallia Belgica, epónimo del nombre del país actual, aspecto que nos ha conducido a colaborar conjuntamente en la realización de un artículo que ha visto la luz recientemente en la revista Études Rurales. La Gallia Belgica descrita por César, Estrabon Plinio o Ptolomeo, la Gallia Belgica deducida por la dispersión de los testimonios epigráficos o por los textos antiguos no es unívoca, es variable a lo largo del tiempo y en función de los objetivs de los autores antiguos y de los administradores del Imperio. Hay que destacar que Gallia Belgica no es más que una denominación de los colonizadores romanos que podría tener una correspondencia con una entidad territorial que podría, a su vez, encontrarse en plena configuración a finales de la Edad del Hierro, es decir, a la llegada de César a aquellas tierras. Los procesos de configuración territorial no son otra cosa que construcciones políticas y sociales en torno a rasgos comunes, la lengua, los mitos, los ritos, el folklore… Una vez aceptada, la identidad común no hará otra cosa que crecer: las generaciones siguientes adoptaran costumbres comunes en la vestimenta, empuñarán armas semejantes, hablarán lenguajes parecidos y las diferencias acabarán por disolverse lentamente de forma imperceptible. Es la forma como las sociedades han construido el nosotros respecto a ellos, o el extranjero presente, pasado o hipotético que no es nosotros.

La conclusión es clara. Ninguna línea de las divisiones administrativas, políticas y lingüísticas, actuales encuentran su justificación en la más ínfima línea de las antiguas divisiones administrativas, políticas, lingüísticas o étnicas de la antigüedad. La actual Bélgica solo tiene en común su nombre con la antigua división provincial romana o con el probable Belgium que pudo preceder a la llegada de César. por la misma razón que César denominó, probablemente, toda una región, desde el Sena al Rhin, por el nombre de una porción de territorio más reducida, en 1830 se denominó con un adjetivo, Bélgica, una parte de la antigua realidad administrativa, el nuevo país que, tras un largo paréntesis “renacía de sus cenizas”. En otras palabras, no hay un Belgium puro, como una Gallia Belgica de origen, menos artificiales que la Bélgica actual (podríamos continuar con la lista de las Naciones Unidas...). La “acusación” de mistificación de cualquier estado o división administrativa reciente o histórica es trivial, hasta para los primeros que se hicieron llamar belgas. Espacio y territorio, como lengua o cultura son constructos sociales. Las “fronteras naturales” solo lo son para los que quieren aprovecharse de ellas. Y los textos de los antiguos no tienen ningún valor de prueba porque dicen una cosa y su contraria en función de la época y de los intereses, en ocasiones legítimos, de los autores que los describen. El “pecado” es de los autores modernos que toman sus afirmaciones como realidades geográficas transferibles a nuestro concepto de territorio. ¿No alcanzaría, en realidad, el Rin la categoría de “frontera natural” tras la clades variana y el repliegue del ejército romano a la orilla segura? La búsqueda de una entidad territorial natural es una utopía en el sentido original del término.

Por otra parte, me parece oportuno destacar la deconstrucción de los atributos de las etnias en función de los intereses romanos y de los mismos pueblos. De repente, la mítica bravura de los Belgas, según el mismo César nos transmite (por oposición a la docilidad de los aliados de Roma, los Remi, de la actual Reims en Champaña) es una reacción de los pueblos en relación, también, con sus propios intereses. Como ha sido demostrado desde hace tiempo, el norte de la Galia intercambiaba bienes con el Mediterráneo y con Roma más tarde. Pero este “norte” se detenía alrededor de la línea formada por el Sena y el Aisne. Más al norte, el auténtico norte alejado del centro de un mundo dinámico, no se interrelacionaba con la civilización mediterránea. Los pueblos de este norte no hacían uso de ciudades ni de estructuras sociales propias de las sociedades comerciantes, “abiertas” a otras sociedades para intercambiar con ellas, y, por consiguiente, tampoco tenían fuerzas en disposición de enfrentarse a la armada más potente del mundo. Entonces ¿de qué servían los cantos de sirenas de mercaderes de Roma? Los Remi tenían todo que ganar de esta alianza con Roma tras varias generaciones de mercaderes que obtenían beneficio de esos intercambios. En definitiva, eran “listos”, y, aquellos que no tenían nada que intercambiar, valientes, osando resistir al altruismo de los intercambios comerciales de los que no sabían siquiera de qué podían servirles esos intercambios. Seguro que una o dos generaciones más tarde, aquellos que se instalaron en el interior de una cuadrícula de calles ortogonales de las nuevas ciudades construidas por los ejércitos de Roma, aunque en casas-establo previas a la conquista con sus amplias familias de la estructura de parentesco propia de sus aldeas, comprendieron perfectamente el envite y se volvieron “listos”. La “romanización” explicada a mi hija.

La proliferación de los estudios de las naciones y del nacionalismo permite suponer que el fenómeno está en declive aunque la evolución de la actual Unión Europea no permite imaginarlo. La nación ya no es el marco de referencia desde los años 70 y existen propuestas para sobrepasar el nacionalismo en beneficio de un cosmopolitismo metodológico postulado por el pensador alemán U. Beck. es de esperar que el estudio de T. Jacquemin como el de su maestro E. Warmenbol, contribuyan a la construcción de ese cosmopolitismo. Tal y como afirma explícitamente E. Hobsbawn : el nacionalismo es intrínsecamente hostil a las auténticas tradiciones del pasado o se erige sobre sus ruinas. Mientras que E. Warmenbol nos recuerda que los científicos somos los “aguafiestas” cuando se trata de desenmascarar la “confusión cuidadosamente urdida sobre la definición de la antigua Bélgica”.

En la última novela del premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, no es otra cosa que esa misma utopía erigida sobre las ruinas de la tradición y del pasado de un nacionalista irlandés. R. Casement acaba convirtiéndose nacionalista cuando descubre las atrocidades realizadas a los otros en nombre del progreso y de la expansión de las fronteras de occidente a finales del siglo XIX y a principios del XX. ¿Por qué aceptar lo misma en su casa, en nuestra casa, en Irlanda? El sueño del celta es el orgullo de ser celta, el amor por las tradiciones y la lengua de una edad dorada que precedió al opresor británico. En realidad un sueño imposible, irreal, que ha contribuido a construir las identidades de todas las naciones del siglo XX.

Bibliografía (al final del texto francés)

LE RÊVE DU CELTE
(Pre-print del texto francés)

Les études sur l’historiographie antique, sur l’histoire de l’archéologie et l’histoire ancienne sont à l’ordre du jour. Depuis une dizaine d’années, historiens et archéologues se sont vivement intéressés à l’histoire de la pensée historique et archéologique. Nous faisons ainsi une archéologie de l’archéologie. Puisons dans les significations profondes des mots employés par les chercheurs d’antan afin de comprendre les raisons avouables, ou non, de leurs conclusions. Nous essayons ainsi d’appréhender les questionnements et problématiques qu’ils avaient en tête et qui ont guidé leurs recherches. Nous découvrons souvent que l’archéologie est la plus nationale des disciplines scientifiques, que le moment de la naissance de cette discipline ainsi que celui de la cristallisation des différentes nations sont les mêmes, et que l’archéologie est au cœur d’enjeux géopolitiques de premier ordre parce qu’elle touche la « matérialité » de l'identité inscrite dans le territoire. C'est la fabrique d'un droit historique dans l’expression de J.-P. Payot. Dans ce cadre conceptuel l’archéologie trouva vite un développement dans des thèses qui associaient l’espace et le territoire aux artefacts avec G. Kossina comme principal auteur qui assimilera l’évolutionnisme dominant à la fin du XIXe siècle avec une forte inspiration raciale. Thèses qui marqueront fortement la pratique de cette discipline par la "Société pour la recherche et l'enseignement sur l'héritage ancestral allemand", la Das Ahnenerbe nazie.

Négligeant que l’archéologie est aussi un objet de manipulations comme les textes, la recherche archéologique des « Antiquités Nationales » fut impulsée fortement au XIXè siècle : un oppidum, un objet, une ethnie de l’antiquité définie par des objets ancrés au sol étaient la preuve incontournable de l’occupation préalable du territoire. Apparaît alors un mythe de la création de la nation qui justifie et légitime l’annexion ou la réclamation d’un territoire ou d’une portion de celui-ci ou bien, tout simplement, qui contribue à créer une ancestrale « identité nationale ».

A cette époque qui domine l’essentialisme, le volkgeist, les peuples traversent temporellement leur contingence spatiale : la France ou la Belgique restent la France ou la Belgique depuis leurs origines à nos jours, de Lascaux au Louvre, de Boduognat ou Ambiorix à Leopold II… Dans la construction des champs disciplinaires au XIXè et XXè siècles se donne le paradoxe de que, malgré le fait que l’espace restera la dimension « oubliée » dans une vision de l’Histoire marquée par le temps chronologique, celui du calendrier, la vraie raison d’être du récit historique, en réalité le cadre spatiale qui représente les frontières fixes ou envisageables, restera le carcan immuable autour duquel le récit chronologique sera construit.

Ceci est probablement plus évident dans le cas de la Belgique. Une nouvelle nation dont le nom, qui désignait une ancienne province de l’Empire Romain, tombé en désuétude depuis la fin de l’Antiquité, est pris directement des textes anciens. Et cela, déjà, depuis le premier moment de retour aux classiques : la renaissance. A partir de ce moment coexisteront plusieurs géographies, celle(s) de l’Antiquité et l’actuelle. Les fluctuations de la Gaule Belgique selon les auteurs et/ou les différents moments historiques : César, Strabon, Pline, Ptolémée, sont invoqués d’avantage en fonction des intérêts de chaque auteur et de chaque projet d’une entité territoriale ou identitaire.

Thomas Jacquemin trace un tableau dans lequel nombreux historiens mêlent des clivages ethniques ou linguistiques utilisés par les auteurs antiques comme celtes, gaulois, germains ou belges ; traits physiques attribués aux « races » de l’Antiquité : blondes ou brunes, grandes ou petites, brachycéphales ou dolichocéphales ; attributs : bravoure, fierté ; et délimitations culturelles et/ou linguistiques plus récentes du point de vue historique : français ou belges, belges ou allemands, flamands ou wallons... Le résultat résulte explosif dans l’Europe de la veille de la Grande Guerre et d’entre guerres.

Il est évident que les préjugés existaient au préalable ; que le point de départ de ceux-ci n’était autre chose que le premier grand phénomène de brassage mondial, les déplacements humains à plus grande échelle depuis la présence humaine sur la terre auxquels il fallait résister, d’après les thèses racistes, invoquant une pureté primitive. La nouveauté de l’apport des thèses archéologiques ou anthropologiques n’est autre que, dans une période dominée par le positivisme, celle de donner carte de nature scientifique aux préjugés et aux ambitions de domination des uns par rapport aux autres. L’archéologie et l’histoire ancienne comme sciences de l’autre que nous étions au même espace que nous occupons et de l’anthropologie, comme science de l’autre de l’espace que l’occident voudrait occuper, apportèrent les bases scientifiques et jouèrent un rôle majeur.

Mais ce rôle n’était-il pas également celui d’apporter un éclairage sur une période précédente, pure, d’une paysannerie non corrompue, d’un rapport direct avec la nature dans un monde qui changeait vers l’industrialisation et l’urbanisation massive et de métissage caractéristiques à la modernité ? L’archéologie (la ruine !) n’est-elle pas aussi une science romantique par excellence ? L’agriculteur du Néolithique ou de la fin de l’Age du Fer est le plus proche d’un « rapport naturel » à l’espace, à la production ; l’essence d’une nation embryonnaire dont l’Antiquité n’est que le prologue de la modernité.

Mais l’auteur n’accuse du bout du doigt que la déformation raciste ou nationaliste. Il résulte agréable de lire comment, au même moment, dans des conditions scientifiques et sociales tout à fait comparables, il existe une liste d’auteurs qui échappaient, résistaient, à la vague culturelle qui déchaina la haine quelques années plus tard. Des auteurs comme Boucher de Perthes, Clemence Royer, femme, qui montrait le monde arabe comme exemple d’essor culturel inassimilable à la culture occidentale ; Gabriel de Mortillet ou A. Lefevre… Cette liste donne crédibilité aux thèses de l’auteur et discrédite à ceux qui justifient certains personnages par rapport au contexte social dominant. Malgré tout il est possible résister !

L’auteur soutien qu’après 1945 les formes ont changé mais le fond est resté. Après Auschwitz, se déclarer ouvertement raciste et pratiquer une archéologie conséquente est impossible. Mais le nationalisme linguistique deviendra la version politiquement correcte du racisme d’après E. Hobsbawm ce qui est cohérent avec l’évolution historiographique de l’Histoire ancienne que montre l’auteur. Il rejoint les thèses d’un autre auteur espagnol qui a travaillé sur la pratique de l’archéologie espagnole dans la période comprise entre la fin de la Guerre civile, 1939, et 1956. En essence, l’archéologie espagnole des années 30 était sous l’influence de l’école historiciste allemande, et pour cette période de 17 ans il fut tenter de mener jusqu’au bout une archéologie phalangiste fortement inspirée par Das Ahnenerbe, mais l’évolution finale de la guerre mondiale et le début de la guerre froide, ainsi que le besoin de reconnaissance de l’Espagne franquiste auprès de l’ONU, ont fini avec cette expérience et l’archéologie espagnole a continué, marquée par un cadre (et les cadres) scientifique identique à celui d’avant 1931 à l’exception des auteurs exilés à cause de leur forte implication avec le gouvernement légitime de la IIe République.

Pour arriver à ses conclusions, T. Jacquemin opère une tâche de déconstruction sur les axes majeurs des thèses nationalistes : la crédibilité des textes anciens, la crédibilité de l’anthropologie physique quand il s’agit de distinguer des races et le relais pris par la linguistique par rapport à l’ethnogenèse. Je n’énoncerais que quelques extrêmes qui me paraissent remarquables et qui inciteront au lecteur de cette préface à lire le texte de l’auteur, le vrai but de mon texte.

D’un coté la réalité géographique et politique concernée par le nom de Gaule Belgique, éponyme du nom actuel du pays, un aspect qui nous a amené à collaborer ensemble pour produire un article qui sera publié prochainement. La Gaule Belgique décrite par César, Strabon, Pline ou Ptolémée ; la Gaule Belgique déduite par la dispersion des témoins épigraphiques ou des textes anciens n’est univoque, elle est très variable le long du temps et en fonction des objectifs des auteurs anciens et des administrateurs de l’Empire. Il faut souligner que Gaule Belgique n’est qu’une dénomination des colonisateurs romains qui pourrait avoir un correspondant sur une entité territoriale qui pourrait, à son tour, être en pleine formation à la fin de l’Age du Fer, donc, à l’arrivée de César dans nos contrées. Les processus de configuration territoriale ne sont que des constructions politiques et sociales autour de traits communs existants ou recherchés jusqu’à leur acceptation identitaire : ancêtres communs, langue, mythes, rites, folklore… Une fois acceptée, l’identité commune, celle-ci ne fera que croître : les générations suivantes adopteront des habitudes communes à l’heure de s’habiller, de porter des armes, de parler et les différences finiront par se dissoudre lentement de manière imperceptible. C’est la manière par laquelle les sociétés ont construit le nous par rapport aux autres, ainsi que l’étranger présent, passé ou hypothétique qui n’est pas nous.

La conclusion est claire. Pas une seule ligne des divisions administratives, politiques et linguistiques, actuelles ne trouvent leur justification dans la moindre ligne des anciennes divisions administratives, politiques, linguistiques, ethniques de l’Antiquité. La Belgique actuelle n’a que le nom en commun avec l’ancienne division provinciale romaine ou le probable Belgium qui aurait précédé l’arrivée de César. De la même manière que César a très probablement dénommé toute une région, de la Seine au Rhin, par le nom d’une partie plus réduite, en 1830 on a dénommé avec un adjectif, Belgique, une partie de l’ancienne réalité administrative, le nouveau pays qui après une large parenthèse « renaissait de ses cendres ». Autrement dit, il n’y a pas un Belgium pure, ni une Gallia Belgica d’origine moins artificielles que la Belgique actuelle (et on pourrait continuer avec la liste des Nations Unies). « L’accusation » d’artificialité de n’importe quel état ou division administrative récente ou historique n’est qu’un poncif, même pas pour la première peuplade qui se fit appeler belge. Espace et territoire comme langue ou culture sont des constructions sociales. Les « frontières naturelles » ne le sont que pour ceux qui veulent en profiter ! Et les textes des anciens n’ont aucune valeur probatoire parce qu’ils disent une chose et leur contraire en fonction des époques et des intérêts, souvent légitimes, des auteurs. Le « péché » reste du coté des auteurs modernes qui prennent leurs affirmations comme argent comptant. En vérité, le Rhin ne serait-il une « frontière naturelle » qu’après la clades variana et le retrait des armées romaines à la partie sûre ? La recherche d’une entité territoriale « naturelle » n’est qu’une utopie, au sens originale du terme.

L’autre extrême qui me parait opportun de signaler est la déconstruction des attributs des peuples en fonction des intérêts romains et des peuples eux mêmes. Du coup, la bravoure mythique des Belges d’après César (en opposition à la docilité des Rèmes, alliés de Rome) n’est qu’une réactivité des peuples par rapport, aussi, à leurs propres intérêts. Comme il a été bien démontré depuis déjà un moment, le nord de la Gaule échangeait des produits avec la Méditerranée et avec Rome plus tard. Mais ce « nord » s’arrêtait autour de la ligne formée par la Seine et l’Aisne. Plus au nord, le vrai nord, n’échangeait pas avec la civilisation méditerranéenne, les peuples de ce nord n’avaient pas de villes ni d’organisation sociale proche à celle qui est propre des peuples marchands, ouverts à d’autres sociétés pour échanger avec elles et, par conséquent, n’avaient pas de forces en mesure de s’opposer à l’armée la plus puissante du monde connu. Mais à quoi bon l’influence des chants des sirènes marchandes de Rome ? Les Rèmes avaient tout intérêt à être alliés de Rome suite aux générations de « marchands » qui tiraient leur profit de ces échanges. En résumé, ils étaient « sages », et ceux qui n’avaient rien à échanger étaient « braves » et osaient résister à la bienveillance des échanges marchands dont ils ne savaient pas à quoi ils pourraient leur servir. Bien sûr qu’une ou deux générations plus tard, ceux qui se sont installés, au sein du carroyage des rues des nouvelles villes construites par l’armée romaine et des maisons étables d’avant la conquête et ses larges familles à la structure parentale propre au village, ont très bien compris et sont devenu « sages » également. Voici la romanisation expliquée à mon fils.

La prolifération des analyses des nations et du nationalisme laissent penser que le phénomène est en déclin. Depuis les années 60 et 70 la nation n’est plus le cadre de référence et il existe aujourd’hui des propositions pour dépasser le nationalisme en bénéfice d’un cosmopolitisme méthodologique postulé par le penseur allemand U. Beck ; j’espère bien que l’étude de T. Jacquemin, comme celle de son maître E. Warmenbol, contribue à la construction de ce cosmopolitisme. Comme Hobsbawn l’affirme explicitement : le nationalisme est en soi hostile aux véritables traditions du passé ou s’érige sur ses ruines. E. Warmenbol, de son coté, nous rappele que les scientifiques sont des trouble-fêtes… quand il s’agit de démasquer la « confusion soigneusement entretenue, autour de la définition de Belgique antique ».

Dans le nouveau roman du récent prix Nobel de littérature, M. Vargas Llosa, El sueño del celta, « Le rêve du celte », n’est autre chose que cette utopie érigée sur les ruines de la tradition et du passé d’un nationaliste irlandais. R. Casement devient nationaliste quand il découvre l’atrocité faite aux autres au nom du progrès et de l’expansion des frontières d’occident à la fin du XIXe et au début du XXe siècle. Pourquoi accepter la même chose chez-soi, chez nous, en Irlande ? Le rêve du celte, n’est que la fierté d’être celte, l’amour pour les traditions et la langue d’un âge dorée précédent l’oppresseur britannique.

Un rêve impossible et irréel en réalité mais qui a contribué à construire l’identité de toutes les nations du XXè siècle.

Bibliografía / Bibliographie
  • U. Beck, Qu'est-ce que le cosmopolitisme ?, Paris, Éditions Aubier, 2006. 
  • S. Dubois, L'Invention de la Belgique. Genèse d'un État-nation (1648-1830), Bruxelles, Éditions Racine, 2005. 
  • F. Gracia Alonso, La arqueología durante el primer franquismo (1939-1956), Barcelone, Bellaterra, 2009. 
  • E. Hobsbawn, Nations et nationalismes depuis 1780 : programmes, mythe et réalité, Paris, Gallimard, 1992. 
  • J.-P. Legendre, L. Olivier, B. Schnitzler (dir.), L'archéologie nazie en Europe de l'Ouest, Gollion (Suisse), Ed. Infolio, 2007. 
  • J.-P. Payot, La guerre des ruines. Archéologie et géopolitique, Paris, Choiseul, 2010. 
  • M. Vargas Llosa, El sueño del celta, Madrid, Alfaguara, 2011. 
  • I. Wallerstein, Ouvrir les sciences sociales, Paris, Descartes & Cie, 1996. 
  • E. Warmenbol, La Belgique gauloise. Mythes et archéologies, Bruxelles, Racine, 2010. 
  • G. Chouquer, “L'exception ? Un récit français de l'identité territoriale”, in Une exception si française, Cosmopolitiques, n° 16, 2006, 145-156.

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