Mostrando entradas con la etiqueta 2006. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta 2006. Mostrar todas las entradas

martes, 23 de noviembre de 2010

El POLÍTICO Y EL CIENTÍFICO (Sobre la obra de Max Weber)

Ricardo González Villaescusa

Reseña aparecida en Apuntes de Ciencia y Tecnología nº 21, Diciembre 2006, pp. 50-51.

“También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando.”

Max Weber, El político y el científico, 1918.

Resulta harto difícil hacer una reseña de un libro editado a principios del siglo XX, permanentemente citado y sobre el que existen numeros trabajos y citas en revistas especializadas y en internet, sin embargo, como consecuencia de haber citado este autor y su obra en el foro de los socios de la AACTE, el responsable de esta sección solicitó dar a conocer a la obra y al autor. No pretendemos que sean más que unos apuntes que inciten al lector de nuestra revista a la lectura de un libro que conserva una gran frescura a pesar de los años que lleva editado.

En realidad no se trata de un libro concebido como tal sino de dos conferencias del autor, cuyos destinatarios eran estudiantes universitarios, con lo cual hay que entender en ese contexto algunas de las evidentes provocaciones que se lanzan a lo largo de la obra, así como su estilo claro y directo. Por otra parte, la edición castellana que se reseña está prologada por Raymond Aron, lo que convierte al librito en una estupenda obra de reflexiones de dos autores a quienes separan las dos grandes guerras (ambos eran hombres maduros cuando estallaron la primera y segunda guerras mundiales) y a los que une su fuerte convicción antimarxista. 

Max Weber es el científico social que propone la alternativa científica más contundente al paradigma marxista de las ciencias sociales y los sociólogos e historiadores liberales beben en sus fuentes, que no son pocas pues se trata de un autor de una extensísima y variada obra. Fue un claro antipositivista, lo que marcó profundamente la distinción entre las ciencias sociales y las naturales, que sólo en nuestros días empieza a atenuarse, al considerar que “las verdades en economía, en sociología y en ciencia política siempre son parciales y reflejan tan sólo una parte de la complejidad social”. 

En lo que concierne a la obra de que se trata, Weber expresa una “contradicción” vivida en primera persona, al ser un científico, hijo de un importante funcionario y político de la Alemania de Otto von Bismarck, y al ser, él mismo, un hombre de acción que llegó a participar en la creación de un partido político reformista (Partido Democrático Alemán) que pretendía aunar a socialdemócratas y liberales. La radicalización de la Europa de la primera mitad del siglo XX condujo al fracaso un proyecto que, irónicamente, podría ser la base de la política practicada en nuestros días en el continente por casi todos los partidos de amplio espectro electoral. 

En la primera conferencia y la más extensa primera parte del libro, La política como vocación, el autor define la política y las cualidades que deben tener aquellos que se dedican a ella. Partiendo de la definición del Estado, como una “comunidad humana que dentro de un determinado territorio (…) reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima”, entiende que para acceder al control del Estado se produce el inevitable uso del poder y la violencia como medios inevitables para conseguir otros fines, sean egoístas o altruistas, tal y como se refleja en el encabezado del propio Weber de este artículo.

La política es una lucha constante por conseguir lo imposible, con pasión, sentido de la responsabilidad y mesura, a fuerza de tenacidad y constancia. Cualidades a las que se suman en un político con tal vocación, la humildad. Un político debe vencer la vanidad, cada hora de cada día, enemiga de “la entrega a una causa y de toda mesura”. Y es en ello donde encontramos la primera gran diferencia con el científico. En los círculos académicos la vanidad es una “enfermedad profesional” pero completamente inocua al no distorsionar el trabajo del científico. La especialización de la ciencia que en aquellos años ya había “entrado en un estadio de especialización antes desconocido y en el que se va a mantener para siempre”, permite la “vivencia de la ciencia”, esa sensación que tiene el científico anónimo al que Weber pone en su boca la siguiente frase: “tuvieron que pasar milenios antes de que yo apareciera y milenios aguardaron en silencio a que yo comprobase esta hipótesis”. Sin esa vivencia de la ciencia, no es posible la vocación de científico para Max Weber, algo absolutamente incompatible con esa humildad que reclama para el político.

En la segunda parte, el autor dedica un buen espacio a la ciencia aplicada, al sentido de la ciencia, criticando la dirección que en aquellos momentos había adquirido entre los jóvenes científicos de principios del siglo XX. A pesar de todos los logros, avances, conocimientos y problemas nuevos, el ser humano “nunca habrá podido captar más que una porción mínima de lo que la vida del espíritu continuamente alumbra”. Se cuestiona, ya entonces, si la medicina puede plantearse preguntas (referencia a los valores) sobre si la vida es digna de ser vivida o cuándo deja de serlo (afirmación de los valores), cuando mantiene vivo al enfermo incurable, para acabar afirmando que, en definitiva, “todas las ciencias de la naturaleza responden a la pregunta de qué debemos hacer si queremos dominar técnicamente la vida”.
Por todo ello, es imposible ser al mismo tiempo hombre de acción y hombre de ciencia sin entrar en profundas contradicciones entre ambas vocaciones. Esa contradicción se manifiesta tanto más cuando los totalitarismos se valen de las ciencias, especialmente de las ciencias humanas y sociales, para someter a los fines de su acción política la investigación científica. Así, a los físicos de la ex URSS se les podía hacer “comulgar” con el materialismo dialéctico pero no podían dictárseles sus fórmulas ni ecuaciones. Por ello “Max Weber no se cansaba de mostrar que, en política, ninguna medida concreta puede revestir la dignidad de una verdad científica. Es imposible favorecer a un grupo sin perjudicar a otro, demostrar que un progreso de la producción global no se paga demasiado caro con la ruina de los pequeños comerciantes, o el empobrecimiento de una región desfavorecida. Sólo se puede decir con certeza que una medida determinada es conforme al interés común cuando incrementa las satisfacciones de algunos sin disminuir las de nadie” (De la reseña de Prometeo Editorial).

Para R. Aron, en su introducción de la edición consultada la contradicción entre ambas vocaciones llega hasta el punto de que “no existe ni un solo ejemplo de oposición [política] que no utilice frente al Gobierno argumentos injustos o mendaces que consisten en reprocharle no haber logrado éxitos que nadie hubiera podido lograr o haber hecho concesiones que nadie hubiera podido evitar. Para el profesor de ciencias sociales que quiere entrar en política esto representa una permanente tensión (…), la vocación de la ciencia es incondicionalmente la verdad. El oficio de político no siempre permite decirla”. Y el mejor ejemplo para entenderlo lo centra en el principio básico del Estado del Bienestar. La mayor satisfacción que se produce entre los más pobres por un reparto de los recursos de los más ricos cuyo grado de insatisfacción es menor que el alcanzado por los primeros como consecuencia de esta exacción en forma de impuesto, reduciendo los ingresos de los primeros en beneficio de los segundos, no es una verdad científica, solamente una acción política que ha producido no pocas “satisfacciones” entre importantes masas de la población que a lo largo del siglo XX y, especialmente, tras las dos guerras mundiales en occidente, han alcanzado la categoría de clases medias. Pero merece preguntarse si, en realidad, esta demostración no es fruto de un científico social, Raymond Aron, que se posicionó claramente en planteamientos liberales, defendiendo el liberalismo político y económico. 

Por ello, el debate suscitado en el foro de los miembros de la AACTE que hacía alusión a la cualidad política y/o científica del nuevo responsable de la Secretaría de Estado de Universidades e Investigación es tan viejo que bien merecía recordarlo en los términos en que se producía en la Alemania de principios del siglo pasado.

miércoles, 27 de enero de 2010

ARQUEOLOGÍA Y TOLERANCIA

Ricardo González Villaescusa
Josep Vicent Lerma

Levante-EMV, 3 de agosto de 2006

En los recientes posicionamientos del primer edil alicantino relativos a los supuestos excesos arqueológicos en el área de la Albufereta, se sostenía, para pasmo de la ciudadanía y sin rubor la existencia de un «dominio arqueológico» fuera del ámbito competencial del alcalde y los concejales, superando con creces la clásica división de poderes de Montesquieu. Palabras que suscitan nuestra atención reflexiva sobre la preocupante realidad del patrimonio arqueológico urbano de Alicante, donde proliferan equipos de arqueólogos autónomos y el quebranto de la unidad de archivo documental es la norma.

Con todo, esta situación de arqueología tolerada o soportada por los prohombres de la antigua Lucentum, en realidad no constituye ninguna novedad, tal como daba testimonio el amarilleante artículo de José Ramón Giner titulado Arqueólogos (El País, 20-04-99) en el que se confesaba amargamente que «en un momento de flaqueza y pensando en poner remedio a errores pasados, creamos la figura del arqueólogo municipal».

Ya en el año 2001, uno de nosotros constataba con ocasión de la I Universidad de Verano sobre Patrimonio organizada por el Forum Unesco, en una ponencia titulada Arqueología de los centros históricos: de la más absoluta miseria a la nada (1995-2001): «En cuanto a las peripecias del legado histórico de la ciudad de Alicante, propagado por la revista "LQNT", el recurso en 1999 a la controvertida figura del acto presunto permitió a las promotoras conseguir permisos para edificar escuetamente por silencio administrativo incluso en zonas de gran interés arqueológico como la Condomina, ante el bloqueo en la redacción de un nuevo Plan Especial de Zonas Arqueológicas diseñado para revisar restrictivamente las extensiones de las anteriores cinco áreas de protección del relevado decreto de 1987. Improcedente paralización motivadora de las advertencias por parte de la Universidad local en el sentido de que "no habrá mucho que proteger" cuando Alicante pueda tener plan arqueológico en vigor».

Por lo tanto, nada nuevo bajo el sol de estas tierras valencianas, a pesar del éxito ciudadano en sede judicial contra la construcción de un auditorio en el entorno protegido de las laderas del monte Benacantil y del retorno a su plaza de técnico municipal del arqueólogo Pablo Rosser tras su agitado paso por la política activa.

Para mayor abundamiento, la prensa valenciana revelaba el pasado mes de febrero las tensiones suscitadas por la propuesta del área de Conservación, Patrimonio Histórico y Artístico Municipal (Cophiam), bajo la dirección del susodicho funcionario, para la protección del patrimonio industrial representado por los antiguos depósitos de Campsa del Tossal, lo que motivó expresiones del concejal de cultura Pedro Romero, de similar sal gruesa a las anteriormente mencionadas de la primera autoridad local, en las que se espetaba: «Eso no es una petición, porque eso se hace cuarenta años antes, no quince días después de saber que va a pasar por aquí o por allá el tranvía». Simplemente conmovedor.

Por consiguiente, y a modo de corolario, tales encontronazos dialécticos traslucen un imposible conflicto entre políticos y funcionarios en el que aquéllos si encuentran informes desfavorables para alcanzar sus fines no actúan modificando aquellos aspectos que contradigan los informes, sino que modifican la norma, invirtiendo, así, el concepto de tolerancia de Locke. De esta forma, la eficiencia de las administraciones brilla por su ausencia y la arqueología urbana parece no regirse con normalidad siquiera por las directrices emanadas de la Ley del Patrimonio Cultural Valenciano (Ley 4/98), amenazada ahora de nuevas modificaciones conservadoras, sino por la condescendencia de los próceres con mando en plaza, que hacen suyo el viejo aforismo de Paul Valéry: «Tolerancia ¡hay casas para eso!».

LOS NUEVOS USOS DE L'HORTA O LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO

Ricardo González Villaescusa
Josep Vicent Lerma

Levante-EMV, 8 de abril de 2006

Las recientes y siempre ajustadas consideraciones de J. Lagardera sobre los potenciales nuevos usos de la Huerta han sido el acicate de estas líneas, redactadas con el ánimo encogido sobre su oscuro futuro y sin más pretensión que alentar el debate social sobre el mismo.


Existen afirmaciones que se dan por sentadas y que requieren de una reflexión en profundidad. ¿La agricultura de la Huerta es realmente inviable? ¿No es rentable económicamente? Como hacen los psicoanalistas, la respuesta bien podría ser otra pregunta: ¿con qué contrastamos su rentabilidad económica? Si lo hacemos respecto de la construcción y la especulación urbanística, es cierto que no existe punto de comparación... Pero si lo cotejamos con otras agriculturas (secano, rozas...) habrá que reconocer que es una de las agriculturas más productivas del mundo. Buena parte de las políticas de desarrollo avaladas por la FAO con posterioridad a la II Guerra Mundial pretenden convertir muchos de los espacios agrícolas del planeta en espacios irrigados al estilo de las huertas mediterráneas y, en particular, la de Valencia como modelo a imitar. En buena medida eso explica el interés que han suscitado los modelos técnicos y sociales que rigen la Huerta de Valencia entre los investigadores que desde el siglo XIX se vienen ocupando de estudiar las huertas en espacios áridos o semiáridos, como Thomas Glick y tantos otros.

Partiendo de esa premisa falsa se construye una mistificación sobre la bondad de un proyecto como Sociópolis en la pedanía de La Torre que pretende adentrar la Huerta en la ciudad, cuando, por más vueltas que se le dé, la intención no es otra que urbanizar la Huerta. La demagogia retórica es lo que tiene. Incluso, recientemente, la conselleria de Rafael Blasco se entrega con armas y bagajes, renunciado a todo viso de viabilidad y dando por desahuciado nada menos que el 50% de la Huerta subsistente, que ya es bien poca cosa, defendiendo sin ruborizarse un presunto modelo integrador en el desarrollo urbanístico del área metropolitana, ¿recuerdan aquello de incorporar la Huerta a la ciudad? (Levante-EMV, 6-3-2006).

Es cierto que la actividad agraria hoy no es relevante en el cómputo global de la economía de un país como el nuestro (aunque no conviene olvidar notorias excepciones como los ejemplares cultivadores de chufa de Salvem l'Horta de Alboraia), pero las soluciones deben ser casuísticas, focalizadas y consensuadas. Es posible que algunos restos del cinturón agrícola de la vieja colonia romana no sean rentables en los competitivos términos económicos actuales, pero ya advierte Ernest García sobre lo artificioso de pretender poner precio al medio ambiente. Es innegable, como hemos dicho en ocasiones, lo indeseable de un parque temático con labradores de figurantes o autómatas mecánicos, para que las generaciones futuras puedan ver cómo fingen que cultivan... Pero, de ahí a renunciar de plano por parte de quien más tiene que pensar por el futuro de ese espacio irrigado casi único en el mundo, existe una considerable distancia que no conviene transitar sin mayor viático, cuando a la par, no sin cierta ironía, se pretende postular al mítico Tribunal de las Aguas como patrimonio de la humanidad que, a este paso, habrá que catalogarlo en el mismo expediente que los dinamitados Budas de Bamiyán.


Por otra parte, aunque el problema es de carácter supraterritorial, los municipios afectados caen irremediablemente en el síndrome NIMBY, «no en mi patio trasero» y, claro, «ahora que no queda nada?», «ahora que ya está todo degradado? no vamos a gastar esfuerzos en conservar una Huerta que no es huerta ni es nada?». Tras la pérdida de la inocencia histórica, en realidad todos somos responsables, cuanto menos subsidiarios, de lo que ha sucedido hasta ahora, y en el momento actual la responsabilidad es aún mayor al no poder alegar ignorancia de las consecuencias de tales actitudes esquilmadoras.

Sabiendo que no existen bálsamos de fierabrás que puedan darse desde esta privilegiada tribuna, parece recomendable que cualquier procedimiento de análisis parta de una serie de premisas conceptuales, no excluyentes de otras muchas que deberán aportarse en cada caso particular.

En primer lugar, la Huerta es un sistema histórico, un conjunto de componentes de carácter patrimonial, etnológico, arquitectónico, agrológico, hidráulico, sociológico... pero todo ello, sin el territorio, sin la razón constitutiva, el territorium de una ciudad fundada allá por el siglo II a.C., es difícil que subsista más de dos mil años después...

En segundo lugar, la necesaria implicación en estos proyectos de los colectivos humanos afectados y de equipos multidisciplinares que valoren la rentabilidad real de esas porciones de territorio. Sin embargo, es imprescindible evaluar esa rentabilidad a la luz de externalidades positivas poco evaluables económicamente como, por ejemplo, el valor de un cinturón verde, no precisamente de cespitosas; la conservación de un modo de vida ancestral; o el valor añadido que pueden tener unos productos de agricultura tradicional y/o ecológica con denominación de origen (DO) propia, revitalizando y consolidando los vínculos entre cultivadores y clientes de la agricultura urbana. Reintroduciendo, de esta forma, los cultivos autóctonos en el circuito comercial de los mercados locales a través de locales de restauración con encanto, especializados en una gastronomía de calidad... Propuestas que se inspiran en los planteamientos de Herbert Girardet (Creando ciudades sostenibles) a la luz de ejemplos repartidos por todo el mundo de iniciativas por conservar o resucitar la franja periurbana dedicada a la agricultura para consumo local (numerosas ciudades de Estados Unidos, China, Malí o, incluso, el ¡Bronx! de Nueva York).

Pero una política de estas características necesita de una voluntad y un decidido esfuerzo económico, y social, comparable al que hacen las sociedades postindustriales por preservar sectores económicos industriales en retroceso como consecuencia de la globalización y la competencia de países emergentes. Es evidente que la Generalitat Valenciana no ha evaluado adecuadamente estos valores añadidos en su terminal modelo de integración.

domingo, 24 de enero de 2010

¡ES LA ARQUEOLOGÍA, ESTÚPIDO!

Josep Vicent Lerma

Levante-EMV, 22 de enero de 2006

"El uso de palas excavadoras, que está proliferando demasiado en nuestro entorno judicial, destruye de manera irremediable valiosos datos del perimundo, esqueléticos y estratigráficos, convirtiéndose en una auténtica chapuza (¿Por qué no usar dinamita, puestos a ser rápidos?)”.

F. J. Puchalt Fortea, Identificación antropológica policial y forense. Valencia, 2000.

Parafraseando a Bill Clinton, uno no puede por menos que rememorar la entrañable biblioteca del benemérito Servicio de Investigación Prehistórica (SIP) de la Diputación de Valencia a lo largo de los años sesenta y setenta del pasado siglo XX cambalache, donde los inolvidables maestros de la arqueología valenciana D. Fletcher Valls y E. Pla Ballester compartieron sin mojigatería alguna los espacios de sus mesas de trabajo personales con investigadores, estudiosos y aficionados, en la planta noble del magnífico palacio gótico de la Bailía de la castiza plaza de Manises.

Eventualidad que permitió a los entonces universitarios como el que suscribe estas líneas -ventajas de haber vivido, frente a vidas vacuas como peces de hielo sabinianos-, compartir promiscuamente imborrables horas de estudio, sucedidos e impagables anécdotas vitales como la de aquel día en que la que la bonhomía del recordado sobrino del erudito y diputado fundador del SIP Isidro Ballester Tormo, le recordaba al más que pacienzudo gran iberista valenciano don Domingo, el modo en que la Reina Católica inventó la guerra química al no consentir cambiarse de camisa hasta la rendición postrera de los moros de Granada o como en sus palabras “a tots els bobos els dóna pel mateix”, en socarrona alusión a los sugestionados descubridores de extraterrestres representados en las pinturas rupestres levantinas de la Cova de l´Aranya de Bicorp, esotéricos signos lapidarios, ciudades perdidas como Tyris o imaginarias fortalezas romanas (oppidum) del 212 a.C. en los muros del setecentista Palacio del Temple, puro “caldo de cap”, en línea con el vetusto cronista regnícola Beuter que atribuía la fabulosa excavación de la Albufera al propio Escipión.

Progenie no sometida a proceso de extinción alguno, sino todo lo contrario, que ha continuado proliferado y medrando entre nosotros en fechas menos alejadas gracias a ciertos papanatismos de campanario.

Baste recordar trapisondas mediáticas como la del iluminado matrimonio Lemieux de pretendidos hispanistas en busca de la tumba perdida de Luís Santángel en el convento de la Trinidad; el intento de venta a la inefable García Broch por parte de un presunto descendiente de este Escribano de Ración de los RR.CC. vecino de Algemesí, de un inverosímil medallón-reliquia, nada menos que de la Sábana Santa (Levante-EMV, 25-02-94), el “descubrimiento” de huellas de vértebras en este mismo Santo Sudario por miembros valencianos del Centro Español de Sindonología (Levante-EMV, 17-04-03), el apodo inaudito como “Dama de Paterna” de una arquetípica cabeza de un caballero con yelmo pintada en un plato del siglo XIV, exhibida sin rubor por media Europa por el Consorci de Museus -villa donde por cierto algunos desaprensivos utilizaron sin miramientos en 1997 cerámicas medievales para nivelar una paella-, la gótica testa pétrea del museo municipal de Vallada catalogada inicuamente como de época ibérica o las espurias inscripciones en lengua valenciana, dibujos, rostros de personajes grabados sobre meros pedruscos del cándido falsario José Gironés García, atrabiliariamente tenidas como de la dominación islámica, entre las que según la delirante crónica periodística de 1997 del plumilla Baltasar Bueno aparecía la figura de “Tumir” (sic), rey de Orihuela; escritura literalmente “cuniforme” (?) del año 1039; además de alucinados epígrafes naïfs como “Eskola aula ab valentsya”; la voluntariosa locución del “byspe” Elías: “Bon susyt, Ana, ya llyts be veu, Señor”, o la devota leyenda “Verxe Marya”, sobre la ingenua base de que “los documentos escritos pueden ser falsificados, pero las piedras no”, merecedoras del valioso tiempo y la atención “gótica”, en la feliz acepción de Jesús Civera, del propio Francisco Camps en su etapa de conseller de Cultura en 1997.

Capítulo privativo merecen algunos histriónicos personajes “free lance” o la desaprovechada vidente checa Vera Kalas, que con su péndulo bellota localizó con fe ciega el circo romano de Valentia, ahí es nada, bajo el museo de San Pío V y una nave romana cargada con los tesoros pertinentes para el pago de las legiones romanas en Hispania hundida frente a las costas de Puçol, donde se escondería el antiguo puerto de Sucronium (¿?).

Figura esta última, perteneciente a la afamada cofradía quiromántica de los radiestesistas, en la que se incluye igualmente el pertinaz cura zahorí de Altura, de eficacia probada en el rescate de mártires cristianos de la Guerra Civil, embarcado cual nuevo Jonás en la frustrada rebusca del manido sepulcro de San Vicente Mártir en el complejo monástico de La Roqueta (Levante-EMV, 14-12-02), que hasta el momento únicamente ha deparado un inoportuno esqueleto catalogado no sin cierta bien humorada retranca como “pre-musulmán”.

Además de la propincua congregación de los autodenominados peregrinos sufíes de la ruta de las estrellas, hipersensitivos a las energías subterráneas de los ocultos maqams (tumbas) de los wallis (santones), que pretendidamente ubican el féretro del maestro Moisés del siglo VIII, devoto fabricante de espardenyes, asombrosamente bajo la moderna fuente antropomorfa de la ermita de Santa Lucía de Valencia, obra de Gerardo Sigler.

Por último, no es posible terminar estas líneas escritas “animus iocandi” mediante, sin compartir con Andrea Carandini el magistral aforismo “no es necesario añadir imaginación a los sueños”.

¿DELENDA EST VALENTIA?

Josep Vicent Lerma

Levante-EMV, 19 de septiembre de 2006

“En la actualidad del siglo XXI, vistas las recientes experiencias y, sobre todo, las iniciativas legislativas que las propician, amparan y dan patente de corso, lo de que la arqueología urbana tenga algo que ver con investigar, e incluso con la valoración y protección del patrimonio, no se lo cree prácticamente nadie… A las autoridades, supuestamente competentes, de varias autonomías parece que les molestaba que en el corazón de muchas ciudades fueran surgiendo hallazgos arqueológicos de valor, como no podía ser menos”.
Albert Ribera i Lacomba. Jornadas de Arqueología en Suelo Urbano. Instituto de Estudios Altoaragoneses. Huesca, 2004.

Concluida sin particular polémica la foto fija de la Arqueología Urbana de Valencia en cuanto a su desestructurado formato autonómico actual, analizado en estas mismas páginas en el artículo “Palos arqueológicos, zanahorias pompeyanas y jardín de las Hespérides” (Levante-EMV, 30-7-05) y en el encabezado prosaicamente como “La escasa protección del Patrimonio Arqueológico”, suscrito por Miquel Rosselló Mesquida, presidente de la Sección de Arqueología de Valencia y Castellón del Colegio de Doctores y Licenciados (CDL) (Levante-EMV, 17-04-06). Ya se sabe que quien calla, otorga. La política de las cosas parece empecinada en traslucir un poco ortodoxo trasvase competencial en materia arqueológica desde la conselleria titular, esto es la de Cultura, en beneficio espurio de la de Territorio y Vivienda.

Deriva susceptible de ser tildada como “Ivvsatitis” crónica, en tanto en cuanto este organismo vicario, otrora patroneado biliarmente por el ex mandatario halcón José Fermín Doménech, ha devenido “contra natura” el mayor operador arqueológico de la ciudad, bajo el lema publicitario de chicha y nabo “el IVVSA hace arqueología”, a modo de mimético clon, más allá de su específico objeto social, en demérito de las tradicionales instituciones arqueológicas de corte patrimonialista, ahora orilladas, como prueba la “macroexcavación arqueológica en Velluters” planificada y desarrollada sobre 6.500 metros cuadrados de esta histórica barriada, cuyo coste estimado se sitúa en torno a más de los ciento ocho millones de las antiguas pesetas, tal como reseñaba Laura Ballester en su precisa crónica “Operación Arqueología en Velluters” (Levante-EMV, 18-7-05).

Dotación presupuestaria que podría quintuplicar con creces la del recurrente convenio que para excavaciones arqueológicas en Ciutat Vella todavía mantienen paradójicamente vigente las administraciones autonómica y local.

Por consiguiente, números mandan, se constata fehacientemente la nueva jerarquización de los agentes arqueológicos de la urbe, con sus respectivos círculos de influencia sociológica, de acuerdo con una nítida nueva prelación, que prima la legítima función urbanizadora frente a la subalterna elaboración científica de constructos culturales e históricos colectivos.

En este mismo orden de cosas, sostiene sin paños calientes Ignacio Rodríguez Temiño en su obra recopilatoria “Arqueología urbana en España” (2004), que con la promulgación de la Ley del Patrimonio Cultural Valenciano (LPCV) (Ley 4/98) literalmente “se dan por concluidos cincuenta años de gestión municipal de la arqueología urbana valenciana”.

Escenario en el que ogaño, con la salvedad en curso de la racionalista plaza pública del solar de la Almoina de los arquitectos José Miguel Rueda y José Mª Herrera, émula de la histórica “tortada” escalonada de Javier Goerlich sobre el demolido convento de San Francisco, escasean cada vez más las musealizaciones de vetustas ruinas, como testimonia la supresión de “las estructuras de los siguientes espacios: sala fría, tibia, caliente, vestíbulo, el cuarto del horno y una noria de hormigón de cal...” de los célebres Baños d'En Sanou del siglo XIV, y la carestía de departamentos arqueológicos intermedios capaces de reelaborar intelectualmente la ingente materia prima extraída por los arqueólogos profesionales, similares al Centro de Arqueología Urbana de Tours o al del Museum of London, acreditada de un modo clarividente en el artículo de Albert Ribera titulado “La investigación científica y la ¿gestión? del patrimonio arqueológico urbano en Valencia (y otros lugares también dejados de la mano de Dios)” (sic), publicado en las Jornadas de Arqueología en Suelo Urbano (Huesca, 2004). Por desdicha, aún siguen haciendo posible parafrasear parabólicamente entre interrogantes el viejo aforismo latino de Marco Porcio Catón: ¿Delenda est Valentia?.

MÁS ALLÁ DEL CONCEPTO DE SOSTENIBILIDAD, EL DE RESILIENCIA: LA PERSPECTIVA HISTÓRICA EN LA ORDENACIÓN DEL TERRITORIO

Ricardo González Villaescusa


Levante-EMV, 12 de marzo de 2006

“La Arqueología de Gestión será teoría o no será nada. O, lo que es más peligroso, será (como de hecho ya es) mera instrumentalización técnico-liberal del Patrimonio Arqueológico”. (Felipe Criado y otros en Especificaciones para una gestión integral del impacto desde la arqueología del paisaje, Santiago, 2002)

La principal dificultad a la que se enfrentan las evaluaciones de impacto ambiental al uso es inscribirse en la dinámica social, especialmente en los largos periodos históricos. Los paisajes tienen características propias de sistemas auto-organizados como los describe E. Morin y, por tanto, se debe evaluar no solamente la eficacia de los planificadores a la hora de transformar los espacios, sino también la coerción que pueden ejercer los sistemas auto-organizados en el tiempo a través de sus propias mutaciones

La creación de una nueva ordenación espacial origina nuevos flujos entre elementos espaciales diferentes, creando movimientos en el espacio, acortando distancias entre puntos distantes y distanciando poblaciones que estaban próximas por el efecto de una barrera, como una autopista, por ejemplo. Esas nuevas reorganizaciones espaciales tendrán con toda seguridad repercusiones sociales que necesitan ser reevaluadas a la luz de la permeabilidad o impermeabilidad de la nueva infraestructura introducida en el territorio.

La Arqueología junto a otras disciplinas convergentes está en condiciones de responder a las necesidades de la Ordenación del Territorio, permitiendo un carácter anticipatorio frente a las demandas sociales y evitando algunas de las consecuencias negativas de las reordenaciones del territorio (obras públicas, infraestructuras, PAI…). Los problemas se resolverán si somos capaces de responder a la pregunta ¿Qué queremos hacer con la información derivada del patrimonio y con el propio patrimonio? Si nos conformamos con una simple respuesta bienintencionada como es “conservar y conocer mejor los vestigios del pasado y nuestra historia” incluso con el esquema actual es insuficiente ya que no existe siquiera un modelo de gestión de lo patrimonial.

Si, de lo contrario, queremos proponer una teoría de la gestión, entonces parece imprescindible la definición desde la Conselleria de Cultura de un modelo y directriz general de los estudios de impacto arqueológico para su inclusión en los estudios de impacto medioambiental, admitiendo las siguientes premisas. En primer lugar, aceptar que los paisajes tienen una movilidad en la larga duración histórica y que son el escenario de procesos complejos a muy diferentes escalas. En segundo, realizar simulaciones retroactivas con datos reales originados en diferentes disciplinas (arqueología, ciencias de la tierra, ciencias sociales). En tercero, contribuir a la elección y decisión de políticas públicas de ordenación del territorio a medio y largo plazo. En cuarto, elaborar un tratamiento jurídico diferenciado que permita establecer criterios y grados de protección del patrimonio en función del papel morfogenético que cumplen o cumplieron en el territorio. Y, finalmente, determinar los casos en que la finalidad y forma de la ordenación del territorio podría ser dictada por los estadios antiguos o tradicionales del paisaje.

El principio de sostenibilidad cobra una nueva perspectiva cuando hablamos de las transformaciones en el paisaje a lo largo del tiempo, transformándose en el de resiliencia. El término resiliencia, utilizado por primera vez en la Física, ha pasado a ser usado en las ciencias sociales y humanas con el sentido de la capacidad de adaptabilidad de un sistema a las perturbaciones externas. En realidad se trata de una sensibilidad hacia la evolución dinámica y hacia la historia y no solamente a la del tiempo futuro. Si pretendemos realizar una evaluación de impacto de una nueva ordenación de un paisaje y queremos entender la forma en que las sociedades del pasado actuaron y las del futuro actuarán en el espacio, debemos reflexionar sobre la resiliencia (sostenibilidad) de las elecciones que se tomaron en el pasado y la capacidad de una estructura paisajística para absorber impactos, pero también, la capacidad de aprovecharlos e integrarlos, participando, desde ese momento en la propia historia de la estructura.

Una consecuencia derivada de lo anterior es la necesidad de abandonar la noción de “impacto”. Este concepto presupone la ingenua idea de que los inconvenientes de cualquier acción humana sobre el medio son susceptibles de ser corregidos. La perversión consecuente es que si las actuales reordenaciones (ordenación presupone el error de que no existía un orden previo) del territorio se dan por hecho, los impactos se miden y corrigen por científicos aislados del tejido social…, no habiendo, pues, necesidad de provocar un debate público sobre la necesidad de la nueva infraestructura. La comunidad científica y los actores sociales deben crear nuevos procedimientos de debate científico y social que permita a los agentes sociales decidir con conocimiento de consecuencia (que no de causa) sobre su futuro, sobre la gestión de su espacio, sobre la dinámica de sus territorios y de sus ciudades.