Josep Vicent Lerma
Max Weber, El político y el científico, 1918
El cariz que el neoliberalismo globalizador ha impreso en el desarrollo de la arqueología de gestión de recursos culturales (GRC) en la Comunidad Valenciana, especialmente desde la aprobación en 1998 de la Ley del Patrimonio Cultural Valenciano (Ley 4/98), reafirmado ahora por la Ley 7/2004 de modificación ad hoc de la misma, no ha dejado de acrecentar la inseguridad profesional de los arqueólogos liberales. Esta situación ha provocado un aumento de los problemas y las amenazas éticas que éstos deben afrontar como consecuencia de la dimensión social de su actividad científica y la dialéctica que se produce con los específicos intereses de sus clientes particulares, a los que están obligados a servir lealmente en virtud de un contrato, reglado en mayor o menor medida.
En este orden de cosas, autores situacionistas como J.E. Fitting y L.W. Patterson, abogan por una ética pragmática regulada por el contrato que une a las partes implicadas al homologar la praxis arqueológica con la de los colectivos de ingenieros, abogados o arquitectos, que haría hincapié en “resolver los problemas del cliente” de un modo prioritario. En planteamientos opuestos, encontramos a Don D. Fowler (Ethics and values in Archaeology. New York, 1984), más comprometido con unas ciencias sociales al servicio de la colectividad, según los cuales “el cliente último es el público”, dado el carácter de patrimonio público, no renovable, y sujeto a requisitos éticos de incremento del conocimiento científico del pasado y su difusión, que individualizan un comportamiento profesional específico, no homologable con los de los prestigiosos colectivos citados.
Igualmente según L. Mark Raab, esta dualidad conduce necesariamente, a una ruptura ética de la disciplina entre los “buenos” arqueólogos-funcionarios de universidades, museos y servicios municipales, y los “malos” arqueólogos de las excavaciones de “urgencia” o “sacatierras”, condenados a excavar ininterrumpidamente sin detenerse casi nunca a reflexionar ni publicar los resultados de sus intervenciones patrimoniales, si es que quieren subsistir empresarial y personalmente. Se da la paradoja de que ambos colectivos se encuentran condenados a entenderse al final del camino, en la medida que los productores del 80% de nuevos datos observados con método arqueológico son los rasos arqueólogos “autónomos”, de cuya praxis arqueológica se derivan avalanchas de noticias novedosas, a cuyas fuentes acuden a “beber”, irremisiblemente, los “puros”.
La práctica de la gestión de los recursos arqueológicos, basada en esta distinción maniquea, no tiene objetivos epistémicos ni lindes empíricos precisos que establezcan una definitiva razón de la utilidad pública de la gestión del patrimonio “para” y “con” la sociedad, más allá de miradas nostálgicas del pasado, como la actual arqueología urbana de la mayoría de las ciudades españolas en general, es un modelo que en ausencia de una suficiente divulgación y difusión normalizada de los logros cotejables de las intervenciones de “salvamento” por las vías académicas habituales, favorece que determinados “expertos” mediáticos devengan meros creadores de ficción e historias de saldo, en función de su mayor o menor “creatividad” fabuladora a partir de los registros culturales. Constructos intelectuales articulados precipitadamente sobre premisas no probadas, insolventes y medias verdades manipuladas que no siguen los mínimos protocolos establecidos por la ciencia.
Así, en torno al espurio dilema conservacionista articulado en torno a la villa romana de L´Ènova (Valencia), aparecida imprevisoramente en el trazado del AVE, se ha escenificado un explícito remedo, en el plano moral, de la vieja ley de Lynch, mediante el anuncio en prensa de la petición, a instancia de una agrupación ciudadana, de declaración por parte de la corporación de esta localidad, como “persona non grata al autor de dicho informe y cuantos han aceptado que nuestro yacimiento arqueológico es un basurero”, recogida en la correspondiente crónica periodística (Levante-EMV, 19-08-2004). En dicho documento, que al parecer fue suscrito por el inspector territorial del Servicio de Patrimonio Arqueológico, Etnológico e Histórico de la Conselleria del ramo, no se habla de otra cosa que del mal estado de conservación y del textualmente “reducido” valor arquitectónico, como consecuencia de su expolio en una fase tardía de su devenir histórico. Por consiguiente, es inverosímil pretender entrever en el mensajero del problema la causa de la desilusión, como afirma el periodista argentino Héctor Timerman.
Ante el sonoro silencio del missing Consejo Asesor de Arqueología de la Generalitat Valenciana, inoperante desde 1996, cabría entender que estos cuestionados profesionales merecerían, cuanto menos, el amparo formal –si bien, nunca solicitado expresamente por los afectados- de la Sección de Arqueología del Colegio de Doctores y Licenciados (CDL), tal y como ocurrió en anteriores ocasiones, ante el uso de maquinaria pesada en Les Aules de Castellón. Y todo ello con independencia de la mejor solución técnica que finalmente se arbitre para salvaguardar y proteger las venerables ruinas de esta vetusta villa rústica.
Conviene recordar en este sentido cómo para María Laura Gili “la conservación, preservación y divulgación de lo patrimonial son actividades impregnadas de ideología e insertas en prácticas políticas concretas e históricas” (Los dilemas de la arqueología contemporánea: el patrimonio cultural en la reflexión ética y la ciencia social). Por ejemplo, las desamortizaciones burguesas del siglo XIX español nunca se plantearon nada parecido a la salvaguarda de los conventos y monasterios históricos, símbolos del Antiguo Régimen, pendiente, por aquel entonces, de su definitiva abolición. O la actual belleza arquitectónica y urbanística de la capital parisina, la Ciudad de la Luz por antonomasia, deudora en buena medida de la “aberrante” destrucción provocada por los proyectos urbanísticos contrarrevolucionarios de los ministros de Napoleón III. Hoy podríamos contemplar un sugerente París medieval de no ser por las grandilocuentes intervenciones del barón Haussman. ¿Qué mejor ordenación del territorio y de nuestras ciudades que aquella que tenga presente los hitos, enseñanzas y la propia evolución histórica de la estructura formal de ese espacio?
Si, como afirma la máxima filosófica “no hay estética sin ética”, tampoco el protocolo arqueológico puede darse, en rigor, sin la permanente presencia, tanto intrínseca como exterior del referente ético. Sería en extremo recomendable hacer un esfuerzo colectivo para evitar entre todos que algún lejano e indeseado día cobren visos de realidad los truculentos fotogramas de El tesoro (1988), adaptación de Antonio Mercero de la dramática obra de Miguel Delibes, donde los forasteros arqueólogos son enterrados vivos en su propia excavación por los lugareños castellanos.
A modo de corolario parece más edificante retener para el futuro la penetrante visión mostrada por José Luis Guerín en la película En construcción (2001). En una de las escenas, dos mujeres de edad (una catalana y otra magrebí, rodeadas de prostitutas, subsaharianos, ancianos y niños del barrio gótico), curiosean la excavación de un enterramiento por los arqueólogos, para acabar expresando en voz alta el trascendente dilema shakespeariano: “eso es lo que somos”.
Reflexión, por elevación, sobre la condición humana enfrentada a su destino y sobre la sucesión temporal de las formaciones sociales en el espacio, en el arduo proceso de emancipación del individuo que, a pesar de la miopía de algunos responsables de la cosa pública y del mero fetichismo por las propias ruinas del pasado, debería constituir la esencia misma de la función social del Patrimonio Histórico.
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