Josep Vicent Lerma
Ricardo González Villaescusa
Las Provincias, 11 de diciembre de 1993
Queremos aprovechar la oportunidad que nos brinda la celebración de la I Reunión Internacional sobre Patrimonio Arqueológico en torno a los modelos de gestión de la cosa arqueológica, para aportar algunas reflexiones sobre el desarrollo de las actividades arqueológicas en la Comunidad Valenciana durante la última década, y ello en la medida en que es precisamente en los ochenta cuando empieza a conformarse la figura del arqueólogo “profesional”. Hasta entonces la práctica de la arqueología se había circunscrito a los ámbitos universitarios e instituciones académicas tanto nacionales como extranjeras. Será a partir de aquellos años, al albur de una nueva sensibilidad social hacia el patrimonio cultural y, en particular, hacia los nuevos descubrimientos arqueológicos, cuando se pongan en marcha ambiciosos proyectos arqueológicos en ciudades tales como Zaragoza, Valencia o Barcelona. Paralelamente, el proceso de transferencia desde el estado central a las autonomías, de las competencias administrativas en la materia que nos ocupa, conllevó un considerable crecimiento de las denominadas “excavaciones de urgencia”, rurales o urbanas, que generaron una problemática específica, así como una particular “clase” de arqueólogo, ligados en muchas ocasiones a la existencia de “museos” locales, de la que no nos ocuparemos en esta ocasión.
El tiempo transcurrido autoriza a plantear un balance de la arqueología urbana, que con escasas y dignas excepciones no puede considerarse en su conjunto como positivo. Nos encontramos ante un escenario en el que las memorias científicas (reglamentarias) son rara avis y no se da la necesaria reelaboración de la ingente cantidad de información en bruto que surge de las entrañas de nuestras ciudades. Esta, acaba acumulándose en depósitos carentes de las necesarias condiciones museísticas, incapaces de garantizar, siquiera la propia preservación de los restos materiales exhumados, sobre cuya situación física y legal, la administración prefiere soslayar o simplemente ignorar, en la medida en que se garantice la posibilidad de continuar efectuando ilimitadamente depósitos en los mismos de los materiales generados en excavaciones. En consecuencia, nos encontramos ante la “sal gruesa” de una arqueología no planificada, y en este sentido, a remolque de dinámicas urbanísticas y especulativas que le son ajenas, y que tras centenares de intervenciones que han supuesto considerables inversiones de caudales públicos y de tiempo, seguimos sin tener respuestas a las cuestiones centrales de la historia de nuestras ciudades. Estos hechos debieran ser suficientes por si mismos para poner de manifiesto la notable desproporción entre los enormes recursos empleados y los conocimientos científicos que de ellos se han desprendido, lo que no puede valorarse más que como un dispendio, que en última instancia no conduce a otra cosa que no sea tranquilizar la conciencia pública, dando la apariencia de formalidad administrativa a una actividad cada vez menos científica. En este sentido no es aceptable que en ocasiones sean las propias administraciones las que avalan la existencia de dos arqueologías: la científica y la de gestión. Maniqueísmo de funestas consecuencias para la investigación del pasado histórico, materializado en las figuras del arqueólogo institucional, cuya justificación radica en el interés científico, y la del arqueólogo profesional, cuya subsistencia personal depende de la concatenación de excavaciones, sobre las que le es imposible detenerse a estudiar sus consecuencias intelectuales. Así, habrá que aceptar que no debe darse más que una sola arqueología cuyo método y fines son universales y únicos.
A modo de conclusión cabe señalar que esta dualidad obedece parcialmente al gradual proceso de cambio que ha experimentado la financiación de las intervenciones arqueológicas, que ha pasado de ser fundamentalmente pública a recaer directamente sobre los propios promotores urbanísticos, sin que ello cuente con el sustento de ninguna base legal. Quede claro, en este sentido, que nos declaramos absolutamente partidarios de la financiación privada de este tipo de trabajos, pero que ello exige que la administración competente, se dote de sólidos marcos legales a través de propuestas legislativas como la Ley de Patrimonio Histórico Valenciano, en la que se contempla dicho modelo de financiación para los centros históricos.
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