miércoles, 27 de enero de 2010

PALOS ARQUEOLÓGICOS, ZANAHORIAS POMPEYANAS Y JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES

Josep Vicent Lerma
Ricardo González Villaescusa

Levante-EMV, 30 de julio de 2005

Parafraseando el lúcido Trinquet del biólogo vallero Francisco Cepillo «Palos de golf y zanahorias tecnológicas» (Levante-EMV, 25-06-05), relativo al recalentamiento inmobiliario en curso, no puede por menos que presumirse unos severos impactos colaterales en nuestro patrimonio paisajístico y cultural, entre otros muchos parajes, claro está, en el propio monasterio cisterciense de la Valldigna o como presuntamente en la red de acueductos de origen romano de la partida de Porxinos, objeto de los desvelos del recordado maestro de arqueólogos valencianos Domingo Fletcher Valls.


Casuística que trasladada al ámbito urbano trasluce toda una retahíla de eufemísticos palos arqueológicos, dolorosos despropósitos organizativos patrimoniales cercanos en el tiempo, de los que se han hecho preciso eco las cabeceras locales, entre los que todavía se recuerdan vivamente la paralización por parte de la Conselleria de Cultura de las obras del aparcamiento subterráneo del eje Reus-Ruaya, ante la aparente falta de seguimiento arqueológico de sus movimientos de tierras; los retrasos burocráticos admitidos por el Director General de Patrimonio, Manuel Muñoz, en la concesión de los permisos de excavación de los alcorques de la plaza del Patriarca (Levante-EMV, 8-04-05); los poco más que ignotos estudios históricos sobre el territorio de la huerta de La Torre, escamoteado por el intelectualmente trilero proyecto de Sociópolis, en línea con el vibrante artículo «Noche de deseos» del arquitecto Rafael Rivera (Levante-EMV, 24-06-05), o las expresas denuncias de los expertos en patrimonio subacuático sobre la supuesta falta de control de las obras portuarias de la America's Cup (Levante-EMV, 29-04-05).

Elenco que perfila el escenario de trazo grueso del presente de la Arqueología Urbana de Valencia, de escaso peso específico en cuanto a su formato subsidiario de gestión, que por el contrario en los años 80 y 90 -exceptuando el necrofílico interregno brochiano- constituía un prestigiado modelo integral a imitar entre los Servicios Arqueológicos Municipales emergentes, como los de Dénia, Gandia, Xàtiva o Liria, pero que con la generalización de la discrecionalidad administrativa autonómica auspiciada por la falta de desarrollo reglamentario de la Ley del Patrimonio Cultural Valenciano (LPCV, 4/98), tal cual el nonato Reglamento de Excavaciones Arqueológicas anunciado a humo de pajas por David Serra en el 2004, y la venal mercantilización de esta actividad financiada por los promotores privados, ha dejado de ser un referente en esta materia, tanto práctico como bibliográfico, en el concierto de las ciudades históricas del estado español.

Ahora merecidamente abanderadas por la pacense Mérida y su ejemplar Consorcio Monumental, organismo autónomo responsable de la planificación global de los trabajos arqueológicos que se desarrollan en la antigua colonia romana Augusta Emerita.

Paisaje con figuras desdibujadas, con el que en modo alguno debiera contemporizarse ni calar en la perspicaz opinión del vecindario, con el subterfugio de las recurrentes zanahorias caniculares de los indudables éxitos exteriores de los arqueólogos valencianos bajo las cenizas napolitanas de la lejana Pompeya, oportunamente ventiladas por la prensa doméstica la pasada primavera, a no confundir con los dorados frutos del quizá más cercano Jardín de las Hespérides.

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